Amanda y el Jardín de las Emociones



Había una vez en un pequeño pueblo lleno de colores y risas, una niña llamada Amanda. Amanda era conocida por ser la más crítica de todas; siempre opinaba sobre todo y sobre todos. Si un niño hacía algo que no le gustaba, ella lo decía sin tapujos. "- ¿Por qué juega así? ¡No tiene sentido!", solía decir Amanda. A veces, sus comentarios hirientes hacían que los otros se sintieran mal.

Un día, la maestra de Amanda, la señora Clara, decidió llevar a todos sus alumnos a un jardín especial. Este jardín no era uno común y corriente; se llamaba "El Jardín de las Emociones". Allí, cada flor representaba un sentimiento diferente: la tristeza, la alegría, la ira, la sorpresa, y muchas más.

"Hoy vamos a aprender sobre las emociones y cómo afectan a las personas", dijo la señora Clara con una sonrisa. "Quiero que cada uno de ustedes elija una flor y me cuente qué siente cuando la ve."

Amanda no estaba interesada en eso. Pensaba que era una pérdida de tiempo. Pero, para no quedar fuera, eligió una flor de color rojo brillante.

"- Esta flor está muy linda, pero igual creo que la gente no debería llorar. ¡Es un signo de debilidad!", comentó Amanda mientras sus compañeros hablaban de cómo la flor rojo les recordaba a momentos felices o historias de valentía.

La señora Clara la miró con amabilidad y le dijo: "Amanda, llorar no es un signo de debilidad. A veces, es necesario expresar lo que sentimos. ¿No te gustaría entender cómo se sienten los demás?"

Amanda frunció el ceño, pero no respondió. Durante la siguiente semana, el jardín se llenó de colores y risas mientras los niños aprendían sobre sus emociones. Sin embargo, Amanda seguía con su actitud crítica, hasta que un día, algo inesperado sucedió.

Mientras jugaba en el parque, vio a un grupo de niños cerca de un árbol. Se estaban riendo, pero también había un niño solitario sentado bajo el mismo árbol, con la cabeza baja.

"- ¿Por qué no juega con ellos?", preguntó Amanda a su amiga Lucía.

"- Quizás está triste porque no lo invitan. A veces los amigos no se dan cuenta de que alguien se siente excluido", explicó Lucía suavemente.

Amanda sintió una punzada en su corazón. Decidió acercarse al niño.

"- Hola, ¿por qué no juegas con nosotros?", le preguntó.

El niño levantó la mirada y respondió: "No sé. A veces siento que no encajo con ellos."

"- Pero, ¿no crees que todos merecen una oportunidad? - insistió Amanda, sorprendida por su propio tono de voz.

El niño sonrió tímidamente. "Tal vez... pero tengo miedo de que no les guste lo que hago."

En ese momento, Amanda recordó la flor roja y lo que había aprendido sobre las emociones. Así que decidió actuar.

"- Ven, te invito a jugar con nosotros. Podemos inventar un juego nuevo, los dos juntos. "

A medida que pasaba el tiempo, el niño se unió al grupo y todos comenzaron a reír y disfrutar juntos. Amanda se dio cuenta de que su invitación no solo hizo feliz al niño, sino que también a ella misma.

Después de ese día, Amanda reflexionó sobre cómo había juzgado a los demás sin conocer sus sentimientos. Comenzó a ser más abierta y comprensiva. Cuando alguien hacía algo que no le gustaba, se preguntaba: "¿Qué estará sintiendo?"

A partir de ese momento, Amanda se esforzó por escuchar y comprender a sus compañeros. Aprendió que todos tienen emociones y que cada flor en el jardín de la vida tiene su propio valor y belleza.

Y así, con cada juego, cada risa, y cada flor recogida en el jardín, Amanda se convirtió en la niña que, lejos de juzgar, era capaz de comprender y abrazar las emociones de los demás.

Amanda había aprendido una valiosa lección: a veces, las diferencias son lo que más nos une. Y con una sonrisa, ella misma floreció junto a sus nuevas amigas y amigos, creando un colorido jardín de emociones compartidas.

FIN.

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