Adela y el Secreto del Campo
En un pequeño pueblo rodeado de montañas y ríos cristalinos, vivía una joven psicóloga llamada Adela. Era conocida como la mejor psicóloga del mundo no solo por sus conocimientos, sino también por su gran corazón y su voluntad de ayudar a los demás. Adela era linda físicamente, pero lo que realmente la hacía especial era su ternura y su deseo de ver a la gente feliz.
Sus padres, Juan y Filonila, eran granjeros que la apoyaban en todas sus decisiones y siempre le decían:
"Adela, lo más importante es hacer lo que amas y ayudar a los que más lo necesitan."
Un día, Adela escuchó sobre las dificultades que estaban enfrentando las familias en el campo. Los cultivos no estaban creciendo como esperaban y muchos estaban pasando por tiempos difíciles. Esto la conmovió y decidió que debía hacer algo al respecto.
"Voy a visitar a las familias del campo y ayudarles a encontrar la alegría y la esperanza en estos tiempos difíciles", les dijo a sus padres con determinación.
Juan y Filonila sonrieron orgullosos y le respondieron:
"Estamos contigo, hija. ¡Vamos a preparar algo rico para llevarles!"
Adela se armó de valentía y, con su carrito lleno de frutas y pan fresco, se adentró en el campo. Cuando llegó a la primera casa, se encontró con Doña Clara, una viejita que tenía un hermoso jardín, pero que se sentía triste porque sus flores no florecían como antes.
"¡Hola, Doña Clara! Vine a visitarla y traje algunas cosas ricas para compartir", dijo Adela, mostrándole su canasta.
"Ay, Adela querida, muchas gracias. Mis flores no están bien, y eso me pone triste."
"¿Y si jugamos a un juego de colores para alegrar el día? Quizás eso ayude a que florezcan de nuevo", propuso Adela.
Doña Clara sonrió y aceptó la idea. Juntas, pintaron piedras y las colocaron en el jardín como si fueran flores.
"¡Mira cómo brillan!", exclamó Adela, y Doña Clara no pudo evitar reírse. A medida que pasaban la tarde, el jardín comenzó a llenarse no solo de colores, sino también de risas y alegría.
Luego de un rato, Adela continuó su camino y llegó a la casa de los García, donde encontró a varios niños jugando en la tierra.
"¡Hola, chicos! Estoy aquí para ayudarles a jugar a algo divertido. ¿Qué les parece un juego de adivinanzas?", propuso. Los niños, entusiasmados, aceptaron.
"¡Sí! Yo quiero jugar!", gritaron entre risas.
Mientras jugaban, les preguntó qué les gustaría hacer para que sus días fueran más alegres. Los niños confesaron que les encantaría tener un espacio donde jugar y ser felices.
"Entonces, ¡pongámonos manos a la obra!", propuso Adela. Juntos, recolectaron ramas y telas viejas para construir un pequeño refugio en el campo, un lugar donde podrían jugar y soñar.
Adela, con su energía y entusiasmo, había logrado crear un espacio especial donde los niños pudieran ser felices.
Al caer la tarde, Adela decidió volver a casa, satisfecha con lo que había vivido. Al llegar, sus padres la esperaban con abrazos.
"¿Cómo te fue, hija?", preguntó Juan.
"¡Increíble! Hicimos las cosas más divertidas y todos estaban sonriendo. Creo que, a veces, solo necesitan un poquito de compañía y color en sus vidas", respondió Adela con alegría.
Filonila, que había preparado una cena deliciosa, dijo:
"Siempre es bueno dar y compartir. La felicidad se multiplica cuando se comparte con los demás."
Adela sonrió y se dio cuenta de que cada vez que ayudaba a alguien, también se sentía más feliz. Esa noche, su corazón estaba lleno de amor y gratitud por tener a sus padres y la oportunidad de ayudar.
Con el tiempo, Adela se convirtió en un símbolo de esperanza para las familias del campo. Cada semana iba de nuevo, trayendo alegría y color a sus vidas. La gente la quería y la respetaba, no solo porque era una gran psicóloga, sino porque nunca se olvidaba de compartir su magia con quienes más lo necesitaban.
Y así, en el pequeño pueblo rodeado de montañas y ríos, Adela continuó sembrando amor y esperanza, recordando siempre que la verdadera felicidad está en ayudar a los demás.
FIN.