Amanda y el viaje hacia el espejo
Era una mañana de primavera en el barrio de Villa Esperanza, y Amanda se miraba al espejo con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Tenía catorce años y, como muchas chicas de su edad, estaba comenzando a notar cambios en su cuerpo. Algunas cosas la hacían sentir feliz, pero otras la incomodaban un poco.
- ¿Por qué tengo que ser diferente a las modelos de la televisión? - se preguntaba Amanda.
Un día, mientras caminaba por el parque, se encontró con su abuela, una anciana llena de sabiduría y amor. Al ver la expresión de preocupación en el rostro de Amanda, se acercó y le dijo:
- Amanda, hija, cada cuerpo es único y hermoso. ¿Has mirado alguna vez qué hay fuera de ti?
Curiosa, Amanda le preguntó:
- ¿A qué te referís, abuela?
- Cada persona, cada flor, cada árbol en este parque tiene su propia belleza. No te compares con nadie. ¿Querés hacer un juego?
Amanda asintió y siguieron caminando por el parque. La abuela comenzó a señalar diferentes cosas:
- Mirá esos girasoles, son altos y amarillos. Pero ahí, tenés otras flores, pequeñas y de colores. Cada uno tiene su papel en este mundo.
- Entiendo, abuela… - dijo Amanda reflexionando.
Ese día, Amanda aprendió que su cuerpo era un jardín que necesitaba ser cultivado con amor y respeto. Sin embargo, la aceptación total no sería tan fácil. Al volver a la escuela, la presión de sus compañeras volvió a hacerle eco dentro. Durante la clase de educación física, algunas chicas comenzaron a burlarse de las tallas que usaban otras.
- Miren a Amanda, ya no cabe en sus jeans - se rió Clara, una de las chicas más populares.
Amanda sintió que el mundo se le venía abajo. Recordó las flores que había visto con su abuela, pero en ese momento no pudo dejar de compararse. Cuando terminó la clase, se fue a su casillero y se encontró con su mejor amiga, Sofía.
- ¿Estás bien, Amanda? - le preguntó Sofía, notando su tristeza.
- No, Clara me hizo sentir mal. Siento que no encajo - murmuró Amanda, tratando de contener las lágrimas.
- No le des bola, Amanda. Ella solo trata de llamar la atención. Tenés que recordar lo que dijiste de las flores - dijo Sofía con una actitud optimista.
Esa tarde, Amanda decidió que era el momento de hacer algo diferente. Abrió una carpeta y comenzó a dibujar. Su lápiz empezó a crear ilustraciones de diferentes cuerpos en todas sus formas y colores, inspirándose en su experiencia en el parque. Quería mostrar que cada uno era especial a su manera.
Cuando llegó el día de la exposición de arte de la escuela, Amanda sintió un nudo en el estómago. Sin embargo, como al principio, su abuela la había alentado, decidió exponer sus dibujos.
- Esta es una representación de los distintos tipos de belleza que todos tenemos. El mundo es un jardín diverso - explicó mientras observaba a sus compañeros admirando sus obras.
Las reacciones fueron inesperadas; muchos comenzaron a aplaudir, incluso Clara se acercó y le dijo:
- No sabía que se podía ver así la belleza. Muy lindo, Amanda.
Con el tiempo, el ambiente en el aula cambió. Amanda vio que algunas chicas decidieron unirse a su proyecto y comenzaron a trabajar en algo que llamaron "El Jardín de la Aceptación". Ellas dibujaban, pintaban y compartían sus propias historias sobre lo que significaba sentirse bien con sus cuerpos.
Un día, mientras trabajaban en el jardín, Sofía le dijo a Amanda:
- ¿Viste cómo cambiaron las cosas? Cada vez somos más y nos apoyamos entre nosotras. ¡Es genial!
Amanda sonrió y se dio cuenta de que no solo había encontrado la belleza en su propio cuerpo, sino también el poder de la amistad y el apoyo de su círculo.
Con cada paso, cada risa compartida y cada trazo de su lápiz, Amanda aprendió que su cuerpo no era solo una apariencia, sino su hogar, y que estaba bien sentirse orgullosa de él. Y así, siempre tenía presente lo que su abuela le había enseñado: el verdadero jardín de la vida florece en la diversidad.
Y desde entonces, cada vez que Amanda se miraba en el espejo, sonreía, porque al fin y al cabo, era una flor entre muchas, única y especial en su propio jardín.
FIN.