Cenicienta y su valentía



En un pequeño pueblo de la campiña vivía Cenicienta con su madrastra y sus dos hermanastras. Desde la muerte de su padre, la vida de Cenicienta se convirtió en un constante tormento.

Sus hermanastras, Anastasia y Griselda, la trataban como si fuera invisible, ignorándola por completo y aprovechándose de su bondad. La madrastra, por su parte, solo pensaba en sus propios intereses.

Cenicienta se veía obligada a hacer todas las tareas del hogar, desde la limpieza hasta la cocina, día tras día, sin descanso alguno. Las hermanastras la ridiculizaban constantemente, le quitaban la ropa más bonita y no le permitían participar en ninguna actividad familiar. Cenicienta anhelaba poder salir de aquella situación, pero su miedo la paralizaba.

Pasaban los años, y su situación no cambiaba. Un día, mientras realizaba sus labores, Cenicienta encontró un ratoncito atrapado entre las grietas del suelo. Con delicadeza y cariño, lo liberó y le dio un pedacito de queso.

El ratoncito quedó tan agradecido que le prometió que, si alguna vez necesitaba ayuda, él y sus amigos estarían allí para ella. Aquella misma noche, se celebraría un gran baile en el palacio real y se extendió la invitación a todas las jóvenes del reino.

Cenicienta suspiró al pensar en la posibilidad de asistir, aunque sabía que era imposible. Las hermanastras, al escucharla, se burlaron de ella y le lanzaron un cubo de agua sucia, mojándola por completo.

En ese momento, Cenicienta recordó las palabras del ratoncito y decidió pedirle ayuda. Los ratoncitos, con astucia y esfuerzo, reunieron telas y objetos perdidos para confeccionar un hermoso vestido. Con lágrimas en sus ojos, Cenicienta se vistió con aquel maravilloso regalo y partió hacia el palacio.

Mientras tanto, en el palacio, el príncipe se sentía abrumado por las expectativas de su madre para encontrar una esposa.

Desanimado, se asomó a la ventana y divisó a Cenicienta, quien llegaba radiante, iluminada por la luz de la luna y la esperanza en sus ojos. Al verla, el príncipe supo que ella era especial. Juntos bailaron y rieron, compartiendo momentos únicos. Sin embargo, cuando el reloj marcó la medianoche, Cenicienta recordó que el hechizo terminaba.

Sin despedirse, corrió pausadamente hacia la salida, perdiendo uno de sus zapatitos de cristal en el camino. El príncipe partió en su búsqueda, decidido a encontrar a la dueña de aquel zapatito.

En la casa, las hermanastras se regodeaban en su vanidad, presumiendo del baile que habían disfrutado, cuando golpearon la puerta. Era el príncipe, buscando a la propietaria del zapatito de cristal. Anastasia y Griselda, celosas, intentaron infructuosamente calzar el zapato, pero fue Cenicienta quien acudió a probarlo.

El zapato le quedaba perfecto, y el príncipe, al reconocerla, la tomó de la mano y le propuso matrimonio. Ella aceptó, pero le pidió permiso para despedirse de su madrastra y hermanastras, pues no quería dejar rencores.

Con el tiempo, su bondad y valentía conquistaron a su nueva familia, cambiando sus corazones para siempre. Cenicienta aprendió que el coraje y la perseverancia pueden abrir puertas que parecen estar cerradas, y que nunca es tarde para alcanzar la felicidad.

FIN.

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