Darío y el Río Mágico



En un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires, vivía un niño llamado Darío. Era un niño curioso y lleno de energía. Su lugar favorito para jugar era un río que pasaba cerca de su casa, y cada vez que iba, su querido tío Ramiro siempre le hacía la misma pregunta:

- ¿Qué haces allí, Darío?

Y Darío, con una gran sonrisa y un brillo en los ojos, le respondía:

- ¡Río, río!

Un día, Darío decidió que ya era hora de explorar lo que había más allá del río. Siempre había escuchado historias sobre un lugar mágico al otro lado, donde los árboles danzaban y los animales hablaban. Con su mochila llena de galletitas y un cuaderno en blanco, se despidió de su tío.

- ¡Hasta luego, Darío! Ten cuidado y no te alejes demasiado.

- ¡Claro que sí, tío! ¡Voy a ver cosas maravillosas!

Darío cruzó el río brincando de piedra en piedra y se adentró en el bosque que se extendía más allá. Después de caminar un rato, vio unas luces parpadeantes. Intrigado, se acercó y encontró un grupo de luciérnagas que estaban organizando una fiesta en el claro del bosque.

- ¡Hola, pequeño! - dijo una luciérnaga al notar la presencia de Darío. - ¿Te gustaría unirte a nosotros?

- ¡Sí, claro! - exclamó Darío emocionado.

Allí, conoció a otros animales del bosque: un conejo llamado Pepe, una tortuga llamada Tita y un pájaro llamado Luis. Juntos, comenzaron a jugar y a bailar bajo las estrellas.

- ¡Esto es increíble! - gritó Darío mientras giraba y reía.

Pero, de repente, la alegría se tornó en preocupación cuando vieron que una sombra se acercaba. Era un zorro que había sido expulsado de su grupo porque siempre estaba buscando problemas.

- ¿Qué quieren hacer aquí tan felices? - preguntó el zorro de manera burlona.

Darío, sorprendido, respondió:

- Nosotros solo estamos disfrutando de la fiesta. No te molestamos.

- ¡Pff! ¡No importa! - dijo el zorro con desdén. - Pero, ¿saben qué? ¡No deberían estar aquí!

Los amigos de Darío se asustaron un poco. Pero él, recordando lo que su mamá siempre le decía sobre la valentía, se acercó al zorro y le dijo:

- Mira, no hace falta ser grosero. Puedes unirte a nosotros si quieres. Todos merecen un poco de alegría.

El zorro, sorprendido ante la valentía de Darío, frunció el ceño. Pero algo en las palabras del niño lo hizo reflexionar.

- No sé si quiero... - contestó el zorro, pero su voz ya sonaba diferente.

- ¡Siempre hay lugar para un nuevo amigo! - agregó Tita la tortuga.

Después de un momento de duda, el zorro accedió a unirse a la fiesta. Todos comenzaron a bailar y a compartir risas. El zorro se sintió bien por primera vez en mucho tiempo, y Darío, al verlo sonreír, se dio cuenta de que juntos podían pasar un buen rato.

Cuando la fiesta llegó a su fin y el sol empezaba a asomarse, Darío miró a sus nuevos amigos y sonrió.

- ¡Gracias por esta gran noche! - dijo. - Debo volver a casa, pero prometo regresar.

- ¡Te estaremos esperando! - gritaron todos juntos.

Al llegar a su casa, su tío Ramiro lo estaba esperando en la puerta.

- ¿Y qué hiciste hoy, Darío?

- ¡Río, río! - respondió el niño con una gran sonrisa, pero esta vez añadió - y hice nuevos amigos.

Tío Ramiro sonrió, sabía que su sobrino había aprendido algo valioso esa noche: que siempre hay espacio para la amistad, incluso en los lugares más inesperados. Después de esa aventura, cada vez que Darío iba al río, no solo jugaba y exploraba, sino que también invitaba a otros a unirse a sus aventuras, garantizando que el espíritu de amistad y alegría siempre estuviera presente.

- ¿Qué haces allí, Darío? - le preguntó su tío un día mientras lo observaba jugar.

- ¡Río, río! ¡Y muchos amigos también! - respondió lleno de alegría.

Y así, el río se convirtió en el lugar donde no solo jugaba, sino donde también brotaban nuevas amistades y creaban memorias juntos.

FIN.

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