Diego y el Jardín de los Sonidos



En un pequeño barrio de Buenos Aires, vivía un niño llamado Diego, que a sus siete años, tenía una particularidad: era sordo. Diego no podía escuchar, pero eso no le impedía soñar ni disfrutar de los colores del mundo.

Un día, mientras exploraba su jardín, encontró un viejo tambor que había pertenecido a su abuelo. Era grande, de piel suave y tenía dibujos coloridos. Diego comenzó a tocarlo con las manos, y aunque no podía escuchar nada, podía sentir las vibraciones que producía.

Esa misma tarde, su amiga Clara, que vivía justo al lado, llegó a jugar. Clara siempre fue su compañera y se entendían muy bien, a pesar de que Diego no podía oír su voz.

"¡Mirá lo que encontré!" - dijo Diego, mostrando el tambor con una sonrisa enorme.

Clara acercó la mano al tambor.

"¿Qué haces?" - preguntó, curiosa. Diego le enseñó a poner la mano sobre el tambor para sentir las vibraciones. Clara se emocionó y comenzó a saltar, moviendo los pies al ritmo que ella creaba.

"¡Esto es increíble!" - exclamó Clara, feliz.

Diego decidió que quería compartir este descubrimiento. Entonces, un día tuvo una idea brillante: organizar un festival en el barrio donde todos pudieran crear música de diferentes maneras, sin necesidad de oír.

Comenzó a hablar con sus amigos y vecinos sobre su idea. Algunos dudaban.

"Pero Diego, ¿cómo vamos a hacer música si nadie puede escucharla?" - dijo Martín, un chico del barrio.

"¡No necesitamos oír! ¡Podemos sentir!" - respondió Diego con mucha convicción.

A pesar de las dudas, sus amigos decidieron ayudarlo. Diego se dio cuenta de que podía comunicar sus ideas de manera distinta: dibujando. Creó carteles coloridos con dibujos que mostraban cómo hacer instrumentos con cosas cotidianas, como botellas y latas. Todos los niños comenzaron a preparar instrumentos en sus casas.

Con el paso de los días, las noticias sobre el festival se difundieron y más niños comenzaron a participar. El día del festival llegó, y el parque del barrio se llenó de grupos de niños con instrumentos improvisados. Todos reían y saltaban; algunos crearon un gran tambor con tapas, otros usaron botellas llenas de arroz como maracas.

Diego observaba desde el centro del parque, sintiendo la vibración de las risas y el movimiento. Durante el festival, sus amigos empezaron a bailar en un gran círculo. Diego se unió y, aunque no podía oír la música, sintió en su pecho el ritmo que todos creaban juntos.

En medio del baile, Clara lo tomó de la mano y lo hizo girar.

"¡Mirá, Diego! ¡Estamos haciendo música juntos!" - gritó Clara, mientras sonreía.

Diego sonrió y continuó girando, sintiendo cada vibración. La alegría llenó el aire, y todos estaban conectados de una manera muy especial. En ese momento, Diego entendió que la música no solo es un sonido, sino también una experiencia compartida, un sentimiento palpante, y, sobre todo, podía ser creada por todos.

Al final del festival, los niños aplaudieron y celebraron el éxito del evento.

"¡Gracias, Diego! ¡Fue el mejor festival de todos!" - dijo Martín, saltando de alegría.

"Sí, ¡ahora sabemos que todos podemos hacer música!" - añadió Clara.

Diego sonrió, sabiendo que su idea había unido a todos, y que a veces, los mayores tesoros se encuentran en los lugares más inesperados.

Desde ese día, el Jardín del Sonido se convirtió en un lugar donde los niños se reunían a crear y explorar nuevas formas de expresión. Diego estaba feliz, porque había aprendido que el verdadero lenguaje del corazón no dependía de oír, sino de sentir y compartir.

FIN.

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