Dominga y las Uvas Mágicas
En un lejano bosque, donde los árboles susurraban secretos y el viento acariciaba suavemente las hojas, crecían uvas mágicas. Eran uvas brillantes, de colores intensos, que no solo eran deliciosas, sino que tenían el poder de hacer maravillas cuando se compartían con otros. Allí vivía Dominga, una niña curiosa y aventurera. Todos los días, después de la escuela, Dominga se aventuraba entre los árboles que abrazaban el cielo, en busca de las uvas mágicas.
Una tarde soleada, mientras recolectaba uvas, escuchó un suave llanto. Intrigada, siguió el sonido hasta encontrar a un pequeño conejo atrapado entre unas ramas.
"¡Oh, pobrecito! ¿Cómo llegaste aquí?" - dijo Dominga, acercándose con cautela.
"No sé, sólo quería jugar entre los arbustos y ahora no puedo salir" - sollozó el conejo.
Dominga, con su indomable espíritu aventurero, no dudó en ayudar al pequeño amigo. Con un suave movimiento de sus manos, despejó las ramas y liberó al conejo, quien saltó de alegría.
"¡Gracias, Dominga! Soy Conejito Lindo y debía estar en casa para la cena, ahora me ayudarás a llegar rápido" - dijo el conejo emocionado.
Dominga sonrió y pensó en las uvas mágicas. "Si compartimos algunas de estas uvas, seguramente podemos hacer algo mágico para que llegues rápido a casa". Entonces, juntó algunas uvas de los colores más vibrantes y las colocó en una canasta.
"¿Qué haremos con ellas?" - preguntó Conejito Lindo.
"Verás, vamos a hacer un pequeño hechizo. Solo necesitamos creer en la magia de la amistad" - explicó Dominga, mientras empezaba a cantar con su melodiosa voz:
"Uvas brillantes de mil colores, llévanos lejos entre flores. Con este deseo de corazón, llevamos al conejito a su hogar en un instante".
Las uvas comenzaron a brillar más que nunca, y una suave ráfaga de viento rodeó a Dominga y al conejito. ¡Y de repente, se encontraron justo frente a la casa del conejo!"¡Lo logramos!" - exclamó Conejito Lindo con ojos desorbitados. "¡Es mágico!"
"Sí, y todo gracias a las uvas y a nuestra amistad" - sonrió Dominga.
Justo en ese momento, apareció la mamá del Conejito Lindo, quien los miró con sorpresa.
"¡Hola, pequeña! ¿Quién es tu amigo?" - preguntó la madre.
"Soy Dominga, lo ayudé a salir de las ramas y ahora lo traje a casa usando las uvas mágicas" - respondió la niña con orgullo.
"¡Qué hermosa acción!" - dijo la mamá con una sonrisa. "Siempre es bueno ayudar a quienes lo necesitan. ¿Te gustaría quedarte a cenar?"
Dominga aceptó con gusto, y mientras cenaban, compartió varios cuentos sobre sus aventuras en el bosque. Conejito Lindo estaba tan agradecido que no podía dejar de sonreír.
"Siempre recordaré esto, y quiero que sepas que yo también quiero ayudarte en lo que necesites, Dominga" - prometió el conejo antes de despedirse esa noche.
Desde ese día, Dominga y Conejito Lindo se volvieron grandes amigos. Juntos, seguirían recolectando uvas mágicas y compartiendo su poder con otros habitantes del bosque. Cada vez que ayudaban a alguien más, la magia de las uvas crecía, y a su vez, la magia de la amistad se fortalecía.
Y así, Dominga aprendió que, aunque las uvas eran mágicas, lo más poderoso de todo era el amor y la bondad que uno podía dar a los demás. Al final, las uvas del bosque no solo alimentaban a los cuerpos, sino también los corazones. Porque en el bosque mágico, cada acción de bondad iluminaba el sendero que llevaba a nuevas aventuras, y siempre, siempre había espacio para más amigos.
Colorín colorado, este cuento se ha acabado.
FIN.