El Abrazo de las Montañas
En un pequeño pueblo rodeado de majestuosas montañas, vivía un niño llamado Mateo. Cada verano, esperaba con ansias la llegada de sus abuelos, quienes venían desde la ciudad a pasar las vacaciones en su casa de campo. Con ellos, la vida siempre era una gran aventura llena de risas y aprendizajes.
Apenas llegaron, Mateo corrió al comedor, donde su abuela Rosa lo recibió con un abrazo apretado.
"¡Mateo! ¡Qué grande que estás! Ya no puedo cargar con vos como antes", dijo entre risas.
El abuelo Pedro, con su sabiduría y amorosa mirada, le dio una palmada en la espalda.
"Vengo preparado, pequeño. Esta vez te enseñaré a escalar las montañas. ¡Esto va a ser genial!"
Mateo nunca había escalado una montaña, pero se sentía emocionado.
"¿De verdad, abuelo? ¡Sí, quiero aprender!"
Los días pasaron y la familia disfrutaba de la paz y la belleza del lugar. Cada mañana, Mateo se despertaba con el canto de los pájaros y una sonrisa en su rostro. Pero un día, mientras exploraban los alrededores, vieron un grupo de niños en una ladera.
"Hola, ¿quiénes son ustedes?", preguntó Mateo.
"Somos de otro pueblo, venimos a jugar. ¿Quieren unirse?", respondió una niña con trenzas.
Mateo, entusiasmado, miró a sus abuelos.
"¿Podemos ir con ellos?"
El abuelo Pedro sonrió.
"Por supuesto, querido. Pero recuerden la regla de la montaña: siempre cuídense y apoyen a los demás."
Mateo se unió a los nuevos amigos, y juntos jugaron a la pelota, hicieron carreras y rieron hasta que el sol comenzó a ocultarse. Pero, al caer la tarde, un problema surgió.
Una de las niñas, Luna, se lastimó el tobillo mientras corría. Todos se preocuparon.
"¡No puedo caminar!", lloró Luna.
Mateo recordó las palabras de su abuelo sobre la importancia de ayudarse mutuamente.
"No te preocupes, Luna. Vamos a ayudarte. Todos juntos, ¿sí?", dijo con determinación.
Los chicos se agruparon y, decididos, crearon un improvisado soporte para que Luna pudiera volver a su casa.
"¡Viva la amistad!", gritó Mateo esbozando una gran sonrisa mientras ayudaban a Luna.
"¡Sí! ¡Gracias por ayudarme!", respondió Luna, mientras todos caminaban hacia el pueblo.
Por la noche, al llegar a casa, Mateo relató a sus abuelos lo que había acontecido.
"Fue una gran aventura, abuelos. Aprendí que la paz y la amistad son lo más importante. ¡Aunque las montañas sean grandes, el amor que tenemos es aún mayor!", exclamó con alegría.
El abuelo Pedro sonrió, orgulloso de su nieto.
"¡Exactamente, Mateo! La vida está llena de enseñanzas, y el amor es la mayor de todas. Al igual que estas montañas, debemos apoyarnos unos a otros."
Al día siguiente, decidieron hacer una excursión hacia la cima de la montaña, esta vez todos juntos, incluidos los nuevos amigos de Mateo.
Mientras subían, cada uno contaba historias sobre su vida, y así, la montaña se convirtió en el escenario perfecto para forjar hermosos lazos de amistad.
Llegaron a la cima y, al alcanzar el punto más alto, todos se sentaron en el suelo, admirando la vista.
Mateo miró alrededor y sintió una profunda paz. Luego, levantó su voz.
"¡Gracias a todos por estar aquí! ¡Esto es lo mejor del mundo!"
Y, mientras el sol se ponía detrás de las montañas, los niños se abrazaron, prometiendo ser siempre amigos.
"¡Qué linda aventura y qué hermosos recuerdos creamos juntos!", dijo Luna alegremente.
Así, el verano pasó entre juegos, risas y enseñanzas. Y cuando los abuelos debieron volver a la ciudad, Mateo sintió una mezcla de tristeza y gratitud.
"Los voy a extrañar", dijo buscando el abrazo de su abuela.
"Yo también, mi amor. Pero siempre llevaremos nuestras memorias en el corazón", le contestó Rosa.
Desde aquel día, Mateo entendió que la amistad, el amor y los momentos compartidos son peores que las más altas montañas. Y las enseñanzas de sus abuelos se quedarían con él para siempre, como un abrazo eterno que lo acompañaría en cada aventura.
FIN.