El alfarero, la laguna de libélulas y la aventura inesperada



En un tranquilo pueblo argentino, vivía un alfarero llamado Simón. Simón era conocido por su habilidad para dar forma al barro, creando hermosas figuras y vasijas en su taller. Un día, mientras caminaba por el bosque, Simón descubrió una misteriosa laguna donde las libélulas danzaban con gracia sobre el agua. La laguna parecía tener un brillo especial, y Simón sintió una extraña atracción hacia ella. Decidió acercarse y observar más de cerca. Las libélulas revoloteaban a su alrededor, como si lo invitaran a sumergirse en la laguna.

Un impulso lo llevó a tomar un poco de barro de la orilla y trabajar con él, pero, para su sorpresa, el barro comenzó a responder a su tacto de una manera mágica. Simón, desconcertado, decidió llevar consigo ese barro especial a su taller para experimentar con él. Al trabajar con ese barro, Simón descubrió que podía crear figuras más hermosas y detalladas que nunca antes. Su trabajo se volvió tan magnífico que la gente de su pueblo viajaba desde lejos para ver sus creaciones.

Un día, un comerciante visitó el taller de Simón y quedó asombrado por las creaciones del alfarero. Le propuso a Simón una asociación para vender sus hermosas obras en todo el país. Simón se emocionó tanto con la idea de que sus creaciones viajaran tan lejos que aceptó de inmediato. Sin embargo, conforme pasaba el tiempo, Simón se dio cuenta de que el comerciante estaba más interesado en el dinero que en el arte. Simón comenzó a cuestionar si había tomado la decisión correcta.

Un día, mirando la laguna de libélulas, Simón recordó por qué amaba tanto crear arte. Recordó la magia y la emoción que sentía al ver surgir algo hermoso de sus manos. Decidió rechazar la oferta del comerciante y volvió a su taller, decidido a seguir creando arte por amor al arte. Aunque la tentación de la fama y el dinero era grande, Simón encontró una mayor satisfacción en seguir su pasión y en crear belleza desde el corazón.

Desde entonces, Simón compartió su historia con todos los que visitaban su taller, recordándoles que el verdadero valor del arte no estaba en la riqueza material, sino en la alegría de crear y en la belleza que se encuentra en el alma de cada obra.

FIN.

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