El Campeón de la Sierra
Había una vez un niño llamado Alejandro que vivía en un hermoso pueblo enclavado en la sierra. A sus diez años, Alejandro era un chico lleno de alegría, con una sonrisa que iluminaba incluso los días más nublados. Sin embargo, había algo que lo hacía diferente de los demás: tenía una enfermedad rara llamada neurofibromatosis, que hacía que su piel formara unos pequeños bultitos. Pero eso no le preocupaba, porque tenía una gran pasión: ¡el fútbol!
Después de la escuela, Alejandro siempre estaba emocionado por jugar con sus amigos en la cancha del pueblo. A pesar de su enfermedad, su amor por el fútbol no conocía límites.
"¡Che, Ale! ¿Vas a jugar con nosotros hoy?" - le gritó Juan, su mejor amigo, mientras lo esperaba junto a la portería.
"¡Claro que sí!" - respondió Alejandro, mientras corría hacia él.
"¡Ah, pero hoy va a ser la revancha!" - dijo Juan, estirando una pierna para calentar.
Cada vez que Alejandro se unía a sus amigos, él se sentía como un verdadero campeón. Los chicos estaban acostumbrados a invitarlo a jugar, sin importar los pequeños bultitos que a veces le causaban molestias. Su familia siempre lo apoyaba; su mamá, su papá y su hermano Martín venían a ver los partidos.
Un día, un grupo de chicos nuevos llegó al pueblo. Eran un poco más grandes que Alejandro y llevaban camisetas de equipos famosos.
"Mirá esos pibes, parecen pro de verdad" - dijo Martín, mientras observaba a los recién llegados.
"¿No te gustaría jugar con ellos, Ale?" - preguntó su madre, con una sonrisa.
"Sí, pero..." - Alejandro dudó.
"No importa, yo te llevo a jugar. Con un buen entrenamiento, serás el mejor" - la alentó su padre.
Decidido a demostrarles que él también podía jugar, Alejandro se acercó a los chicos nuevos.
"Hola, soy Alejandro. ¿Puedo jugar con ustedes?"
"Mmmm... no sé. ¿Sabés jugar bien?" - respondió uno de los chicos, con aire desafiante.
"¡Claro!" - contestó Alejandro, llenándose de valor.
"Entonces vení, a ver qué podés hacer" - dijo el líder del grupo, con una risa burlona.
Alejandro se enfrentó a sus miedos y se unió al juego. Correr, driblar, pasar la pelota... todo lo hacía con amor y dedicación. En medio del partido, tropezó y cayó al suelo. El grupo nuevo se rió.
"¡Ay! No te preocupes, eso nos pasa a todos" - lo consoló Juan, quien había estado observando desde un costado.
"Pasa que el suelo está más resbaloso..." - agregó Martín, mientras intentaba contener las risas.
Alejandro se levantó, sonrió y continuó jugando. A medida que el partido avanzaba, demostró su talento y se hizo notar. Cuando llegó el momento decisivo, la pelota llegó a sus pies, y después de un giro magistral, lanzó un potente tiro que se coló en la red.
"¡Gooool!" - gritaron todos a coro, y el grupo nuevo quedó sorprendido.
"No está mal, eh. Quizá tengas algo de talento" - admitió uno de ellos.
"Gracias, pero es solo el comienzo" - contestó Alejandro, con una gran sonrisa.
A partir de ese día, Alejandro no solo se ganó el respeto de los nuevos chicos, sino que también se convirtió en un referente en la cancha. Sus amigos siempre lo alentaban, y sus padres jamás se perdían un partido. Cada vez que lo veían jugar, sus corazones se llenaban de orgullo.
Con el tiempo, Alejandro aprendió que lo más importante no era ganar o perder, sino disfrutar el juego y compartir momentos con sus amigos y su familia. Su enfermedad no era un obstáculo, sino una parte de él que lo hacía aún más fuerte.
Cuando llegó el torneo del pueblo, todo se volvió emocionante. Alejandro y su equipo se inscribieron y entrenaron por semanas. El día del torneo, sus padres, su hermano y todos sus amigos estaban allí, animándolo.
En la final, contra el equipo de los chicos nuevos, Alejandro dio lo mejor de sí. El partido estaba muy peleado, pero en los últimos minutos, con la puntuación empatada, él recuperó la pelota y comenzó a avanzar.
"¡Dale, Ale!" - gritaban sus amigos, mientras él se acercaba al área rival.
"¡No te rindas!" - lo alentaba Martín desde la grada.
Y en un momento de pura magia, Alejandro hizo un gran pase a Juan, quien estampó el gol de la victoria justo cuando el árbitro pitó el final. El pueblo estalló en festejos.
"¡Eso es, campeones!" - gritó su padre, abrazando a su madre y apretando su mano con orgullo.
Así, Alejandro se convirtió en el campeón de la sierra. No solo ganó un trofeo, sino el cariño y la admiración de todos. Desde entonces, se dio cuenta de que, aunque la vida le presentara desafíos, siempre encontraría la manera de sortearlos con valentía y alegría.
Y así, Alejandro siguió jugando al fútbol, disfrutando cada pase, cada gol, cada risa... porque en el fondo, era más que un niño con una enfermedad; era un verdadero guerrero, un campeón en el corazón de todos.
FIN.