El Canto de los Viejos
En un pequeño pueblo rodeado de montañas, vivía una niña llamada Sofía. Desde muy pequeña, escuchaba a los ancianos del lugar contar historias y cantar canciones que hablaban sobre aventuras, risas y homenajes a la vida. A Sofía le encantaba escuchar esas melodías, llenas de sabiduría. Un día, mientras caminaba por el mercado, se percató de que algo raro estaba sucediendo.
"- Mamá, ¿por qué todos se ven tan tristes?" - preguntó Sofía.
"- No lo sé, Sofía. Parece que algunos de los viejos no están bien. Las canciones se han dejado de escuchar", respondió su madre con un suspiro.
Intrigada y preocupada, Sofía decidió que tenía que hacer algo. Recordó las historias que había escuchado sobre cómo la música podía sanar corazones. Así que, en cuanto llegó a su casa, subió al desván donde guardaba su viejo tamborcito.
"- Voy a reunir a los viejos y conseguir que canten de nuevo", pensó Sofía con determinación.
Al día siguiente, Sofía fue de casa en casa, invitando a todos los ancianos del pueblo a una reunión especial en la plaza. "- ¡Vamos, cantemos juntos!" - decía entusiasmada. Algunos de los ancianos no estaban muy seguros.
"- Sofía, ya no tenemos fuerzas para eso. La vida me ha dejado cansado" - dijo Don Pedro, el más viejo del lugar.
"- Pero, Don Pedro, su canto trae alegría. Cantar es recordar lo bueno, lo hermoso. Nos hará sentir vivos otra vez!" - insistió Sofía.
Finalmente, tras mucho esfuerzo, logró reunir a un grupo de ancianos en la plaza. El sol brillaba, y Sofía se colocó en el centro con su tamborcito. Le pidió a todos que cerraran los ojos y recordaran un momento hermoso de sus vidas.
"- Recuerden aquel día en que conquistamos el estanque con nuestras canciones, donde toda la naturaleza bailaba con nosotros", convocó.
Al sentir la energía de esos recuerdos, Don Pedro se animó y empezó a cantar una canción alegre sobre su infancia. Poco a poco, los otros ancianos también empezaron a unirse.
La plaza apenas contenía a la gente, y, con cada nota, la alegría comenzó a inundar el lugar. Las risas se entremezclaban con el sonido de las melodías que se elevaban hacia el cielo.
"- ¡Esto es hermoso!" - gritó Sofía con lágrimas de felicidad.
Mientras todos cantaban, se dio cuenta de que la música era como una mágica flor que podía curar cualquier herida. Sus cantos recordaban la vida viva y plena que había latido en sus corazones.
Pasaron los días y los ancianos continuaron reuniéndose periódicamente en la plaza para cantar. Con cada encuentro, la tristeza del pueblo se disolvía, y la comunidad florecía de nuevo.
"- Sofía, no me había dado cuenta de cuánto extrañaba cantar!" - confesó Doña Rosa, una anciana con la voz más dulce del pueblo.
"- Y también hemos recordado nuestras historias. Cada canto trae su propia aventura" - dijo Don Pedro, sonriendo.
Y así, el pueblo recuperó su alegría. Sofía, con su tamborcito y su fe inquebrantable en el poder de la música, se había convertido en la semilla que volvió a hacer florecer la alegría, creando un lugar donde los viejos volvían a ser jóvenes de corazón a través de la melodía.
Con el tiempo, Sofía entendió que nunca hay que olvidar la sabiduría de los viejos, ni que la música es un regalo que nos puede conectar y sanar. Así, el canto se convirtió en parte de la historia de los habitantes del pueblo, enseñando a las nuevas generaciones que siempre hay espacio para la alegría y la música en la vida.
Y desde entonces, el pueblo no solo vivía de recuerdos; vivía de nuevas canciones, tejidas con risas y corazones llenos de amor.
FIN.