El canto de Quetzali


Había una vez en la aldea de Ixcanichel, en lo profundo de la selva, una niña indígena llamada Quetzali.

Desde pequeña le encantaba cantar entre los árboles, sus melodías resonaban como el canto de los pájaros y alegraban a todos los habitantes del lugar. Un día, mientras Quetzali entonaba una canción ancestral, un estruendo rompió la armonía del bosque.

Una gran minería llegó a la aldea y con ella vinieron las máquinas ruidosas que empezaron a devastar el entorno natural. El canto de Quetzali se perdió entre el sonido de los motores y su voz quedó ahogada por el polvo levantado por las excavadoras.

Triste y desolada por la destrucción de su hogar, Quetzali decidió emprender un viaje lejos de Ixcanichel. Anunció a su familia y amigos que se marcharía hacia tierras desconocidas, Nueva York o California eran sus destinos posibles.

Caminando por senderos desconocidos, Quetzali recordaba con nostalgia sus días cantando en armonía con la naturaleza. A pesar de estar lejos de casa, nunca olvidaba sus raíces ni las enseñanzas ancestrales que había recibido. En Nueva York, Quetzali se maravilló con los altos edificios y las luces brillantes que iluminaban la ciudad.

Sin embargo, algo dentro de ella anhelaba volver a sentirse parte del mundo natural, extrañaba el verde intenso de la selva y el canto de los pájaros al amanecer.

Una tarde paseando por Central Park, Quetzali escuchó un leve trino entre los árboles. Siguiendo el sonido llegó a un claro donde vio a un grupo de niños jugando y cantando juntos.

Se acercó tímidamente y uno de los niños le preguntó:-¿Tú también quieres cantar con nosotros? Quetzali asintió emocionada y pronto se unió al coro improvisado. Su voz pura resonó en el parque como hacía tiempo no lo hacía. Los niños aplaudieron emocionados al escucharla y le pidieron que les enseñara más canciones.

Así, Quetzali encontró en aquel rincón verde de Nueva York un pedacito de hogar. Aprendió que aunque estuviera lejos físicamente podía llevar consigo el espíritu indomable de la selva.

Compartiendo sus canciones e historias logró conectar con otras personas que valoraban su cultura y tradiciones milenarias. Con el tiempo, Quetzali regresó a Ixcanichel llevando consigo nuevas experiencias y aprendizajes enriquecedores.

La minería ya no estaba allí; en su lugar crecían nuevos árboles verdes que parecían mecerse al compás del canto restaurado de Quetzali. Desde entonces, cada año se celebraba en la aldea un festival donde todos compartían sus músicas y danzas tradicionales para recordar la importancia de proteger la naturaleza y mantener viva la esencia pura del bosque ancestral.

Y así fue como Quetzali descubrió que su voz tenía el poder no solo de sanar heridas propias sino también las del mundo que habitamos juntos.

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