El Caparazón de Enrique
En un pequeño bosque junto al río, vivía una tortuga llamada Enrique. Enrique era muy especial, pero había un pequeño problema: se enfadaba con facilidad. A veces, cuando escuchaba a sus amigos jugando, se ponía a refunfuñar sin saber por qué. La Seño Tortuga, su maestra, lo observaba con atención.
Un día, mientras estaban en clase, Enrique se enojó porque un grupo de pequeños pájaros lanzó semillas en su dirección.
"¡Ay, no! ¿Por qué siempre me están molestando?" - gritó Enrique molesto, mientras se tapaba los ojos con sus patas.
La Seño Tortuga, con su voz tranquila, se acercó.
"Enrique, querido, ¿quieres venir a hablar un momento?" - le dijo amablemente.
"No quiero, estoy muy enojado!" - respondió Enrique, que ya no estaba interesado en jugar.
"A veces la vida puede ser un poco revuelta, pero hay un lugar donde puedes sentirte mejor. ¿Sabes cuál es?" - preguntó la Seño.
"¿Cuál?" - inquirió Enrique, confundido.
"Tu caparazón. Cuando sientas que el enfado te invade, puedes ir allí y respirar lentamente. Así podrás calmarte. ¿Te gustaría intentar?"
Enrique decidió que sí quería intentarlo, aunque no estaba del todo convencido. Se fue hacia un rincón tranquilo del bosque, se metió en su caparazón y cerró los ojos.
"Respira... Inhalo… exhalo…" - pensó en voz alta.
Al principio, se sentía extraño, pero después de un par de minutos, empezó a sentirse un poco más cómodo. Fue entonces cuando escuchó un ruido afuera. Se asomó y vio a sus amigos, las tortugas Fernando y Lucía, jugando en el prado.
"No quiero perderme de la diversión..." - murmuró Enrique, sintiendo una punzada de tristeza.
Recordando lo que la Seño le había dicho, volvió a cerrar los ojos.
"Inhalo… exhalo..." - repitió hasta que los ruidos del exterior se desvanecieron. Cuando finalmente se sintió más tranquilo, salió despacito de su caparazón.
Al mirar a sus amigos, se dio cuenta de que estaban construyendo una torre de hojas. Fernando lo vio y corrió hacia él.
"¡Enrique, mirá lo que hicimos!" - gritó emocionado.
"¡Eso se ve increíble!" - sonrió Enrique, sintiéndose feliz por volver. Se unió a sus amigos y juntos apilaron hojas y ramas, riendo y disfrutando del juego.
Pero la historia no terminó allí. Un día, una tormenta repentina sacudió el bosque.
"¡Rápido, todos a refugiarse!" - gritó la Seño Tortuga.
"¿Y mi caparazón?" - preguntó Enrique, un poco asustado.
"Es el mejor lugar para estar ahora, Enrique. Tus amigos te protegerán mientras estás dentro. Y si te sientes angustiado, recuerda respirar" - le dijo la Seño.
Enrique se metió rápidamente en su caparazón, escuchando la lluvia caer y el viento soplar. Pero esta vez, se sintió un poco más seguro. Poco a poco, las palabras de la Seño resonaban en su mente y comenzó a respirar.
"Inhalo… exhalo…" - comenzó a repetir.
Cuando la tormenta pasó, Enrique salió de su caparazón y vio a sus amigos esperando.
"Estás bien, Enrique, ¿verdad?" - preguntó Lucía con preocupación.
"Sí, gracias a mi caparazón y a recordar su enseñanza. ¡Pude calmarme!" - respondió, lleno de confianza.
Desde ese día, cada vez que Enrique sentía que la ira lo invadía, se acordaba de aquel consejo tan valioso. Ya no se enojaba tanto, y cuando lo hacía, sabía que tenía un lugar seguro al que ir.
Así, Enrique aprendió que todos, incluso las tortugas, necesitan un tiempo a solas y que cada uno tiene su manera de volver a estar en calma.
FIN.