El castillo de arena y la sonrisa de Leo


Había una vez en un pequeño pueblo de Argentina, un niño llamado Leo que tenía fama de ser muy gruñón. Siempre andaba con el ceño fruncido y respondía mal a todo el mundo.

Sus compañeros de escuela lo evitaban y los vecinos suspiraban cada vez que lo veían pasar. Un día, Leo se levantó con el pie izquierdo.

Todo le molestaba: el sol brillando en su ventana, el ruido de los pájaros cantando, incluso el olor del desayuno que su mamá preparaba con tanto amor. Sin poder contenerse más, salió furioso a la calle y comenzó a patear piedras mientras mascullaba para sí mismo.

-¡Leo! ¡Basta ya de tanta mala cara! -le regañó su mamá desde la puerta de casa. Pero Leo no quiso escucharla y siguió su camino hacia la plaza del pueblo.

Allí se sentó en un banco, con los brazos cruzados y una expresión tan enfadada que asustaba a cualquiera que se acercara. De repente, vio a lo lejos a una niña jugando sola en un rincón del parque. Estaba construyendo un castillo de arena con mucho esmero y dedicación.

A pesar de estar concentrada en su tarea, la niña no dejaba de sonreír y tararear una canción. Intrigado por esa actitud tan diferente a la suya, Leo decidió acercarse a ella. -¿Hola? -dijo tímidamente. -Hola -respondió la niña sin dejar de jugar-.

¿Quieres ayudarme a terminar este castillo? Leo asintió lentamente y juntos continuaron construyendo el castillo de arena. Poco a poco, fue sintiendo cómo se calmaba su enojo y una extraña sensación de alegría invadía su corazón.

-Gracias por ayudarme -dijo la niña al terminar el castillo-. Me llamo Valentina, ¿cuál es tu nombre? -Soy Leo -respondió él con una sonrisa sincera-. Perdón por haber sido tan gruñón antes. Valentina rió dulcemente y le dijo:-No importa, todos tenemos días malos.

Lo importante es saber cambiar nuestra actitud cuando nos sentimos así. Desde ese día, Leo aprendió que no ganaba nada estando siempre enojado y malhumorado. Descubrió que compartiendo momentos felices con otros podía sentirse mucho mejor consigo mismo.

Así, poco a poco dejó atrás su fama de gruñón para convertirse en uno de los niños más amables y divertidos del pueblo.

Y todo gracias al encuentro fortuito con Valentina, quien le enseñó que la verdadera felicidad reside en abrir nuestro corazón a los demás.

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