El Castillo de los Cuatro Desafíos
Había una vez un pequeño niño huérfano llamado Mateo. Mateo tenía una gran imaginación, pero también un corazón lleno de miedos. Había estado vagando solo por las calles de un pueblo pequeño, buscando un lugar donde poder dormir y sentirse seguro. Siempre había escuchado historias sobre animales salvajes que acechaban en la noche, y eso lo llenaba de temor.
Un día, mientras caminaba por el bosque, vio a lo lejos una sombra que se alzaba sobre los árboles. Intrigado, se acercó con cautela y descubrió un viejo castillo abandonado. Sus torres se mecían con el viento y las paredes estaban cubiertas de hiedra.
"¿Podrá ser este un lugar seguro?" - se preguntó Mateo, mirando hacia el oscuro horizonte.
Sin embargo, su miedo a los animales salvajes le daba vueltas en la cabeza. Decidió investigar un poco más. Al entrar, el castillo estaba frío y vacío, pero entonces, oyó un ruido extraño. Sus ojos se abrieron como platos al ver que el suelo se estaba desmoronando frente a él. Había trampas esparcidas por todo el lugar, y eso lo asustó aún más.
No obstante, Mateo sabía que necesitaba encontrar un lugar donde descansar. Miró las trampas y se dio cuenta de que tenía que ser astuto. Se acercó con calma a la primera trampa, que era un gran foso cubierto de hojas.
"Mmm..." - pensó.
"Si salto en el foso, no podré salir. Tal vez deba buscar un camino alrededor".
Así, encontró un sendero que lo llevó al otro lado del foso, evitando el peligro. Con una gran sonrisa, continuó hacia la segunda trampa, que era una puerta trampa que se cerraba de repente.
"Soy más rápido que una puerta cerrada" - se dijo a sí mismo.
Esperó el momento justo y saltó hacia la puerta justo antes de que se cerrara, con el corazón palpitando de emoción. Ya había superado dos obstáculos, pero la siguiente prueba era un poco más aterradora. La tercera trampa era un laberinto oscuro.
"Este es mi momento de brillar" - pensó Mateo, dándose ánimo a sí mismo.
Respiró hondo y entró con determinación. Con su imaginación, comenzó a visualizar cada giro y cada esquina que debía tomar. Después de varios minutos, salió del laberinto sin haberse perdido.
Finalmente, llegó a la cuarta trampa: un gran puente que tambaleaba sobre un abismo.
"¿Cómo cruzaré esto?" - preguntó, sintiendo el sudor en su frente.
"Si me caigo, tal vez mi viaje termine aquí..."
Pero no podía rendirse. Recordó las aventuras de los héroes que había leído en los cuentos. Se arrodilló y fue muy cuidadoso para hallar su equilibrio sobre el puente. A cada paso que daba, mentó en voz alta - “Soy valiente, soy fuerte, puedo hacerlo”. Su determinación le dio valor y llegó al otro lado.
Al cruzar el puente, Mateo finalmente llegó a la torre más alta del castillo. Una vez dentro, se sintió en paz. Había superado sus miedos y las trampas del castillo. Con el tiempo, convirtió aquel lugar en su hogar, decorándolo con flores que recogía en el bosque y dibujando cuentos en las paredes.
Desde aquel día, Mateo no solo aprendió a enfrentar sus miedos, sino que también descubrió que ser valiente no significa no tener miedo, sino seguir adelante a pesar de él. Y así, el niño se convirtió en un joven aventurero lleno de historias que contar.
"¡Estoy listo para descubrir el mundo!" - exclamó Mateo un día, mientras miraba el horizonte desde su nuevo hogar.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
FIN.