El Club de la Tolerancia



Había una vez en un colorido barrio de Buenos Aires un grupo de amigos muy diversos. Estaba Julián, al que le encantaba el fútbol; Sofía, que amaba la pintura; Mateo, que siempre tenía un libro en la mano; y Valentina, que disfrutaba de los juegos al aire libre. Aunque compartían momentos divertidos juntos, había un tema delicado: cada uno tenía su propio interés y a veces no comprendían las pasiones de los demás.

Un día, Julián propuso formar un club.

"¡Vamos a crear el Club de la Tolerancia!" - dijo Julián con entusiasmo.

"¿Qué es eso?" - preguntó Sofía, curiosa.

"Es un lugar donde aprenderemos a respetar las diferencias de los demás y a disfrutar de lo que a cada uno le gusta" - explicó Julián.

"Me parece una gran idea, pero... ¿Cómo lo hacemos?" - agregó Mateo, un poco dubitativo.

"Podemos hacer una reunión cada semana donde cada uno presente su pasión y los demás se unan a sus actividades durante un día" - sugirió Valentina, con una sonrisa.

Todos estuvieron de acuerdo y decidieron hacer su primera reunión el siguiente sábado. Acordaron que Julián presentaría el fútbol, Sofía la pintura, Mateo la lectura y Valentina los juegos al aire libre.

Cuando llegó el sábado, Julián estaba emocionado. Después de jugar un rato al fútbol, Julián pidió a sus amigos que se unieran a él.

"¡Vamos a jugar un partido!" - exclamó.

Los chicos corrieron al campo, pero notaron que Sofía no estaba muy interesada.

"No me gusta el fútbol", dijo Sofía con una mueca.

"¡Vamos, es divino correr y jugar!" - insistió Julián.

Sofía se encontró un poco excluida, entonces se le ocurrió una idea.

"¿Qué les parece si jugamos a un nuevo juego que inventé: Pinta y Corre?" - sugirió entusiasmada.

El grupo miró a Sofía con curiosidad.

"¿Pinta y qué?" - preguntó Mateo.

"Sí, mientras corremos, ¡cada uno tiene que dibujar algo en el suelo con tizas!" - dijo Sofía.

Aunque no estaban seguros, decidieron probarlo. Mientras unos corrían, otros dibujaban. Todos se divirtieron tanto que terminaron riendo y olvidando sus diferencias.

El siguiente sábado, fue el turno de Mateo.

"Hoy les contaré sobre mi libro favorito. Se llama ‘El viaje de una tortuga aventurera’" - dijo emocionado.

Pero, al escuchar la lectura, Julián se mostró bastante inquieto.

"¡Es aburrido solo escuchar! Me gustaría hacer algo" - protestó Julián.

Mateo, en lugar de enojarse, sonrió y dijo:

"¡Perfecto! La tortuga también vive aventuras en el agua. ¿Podemos ir al parque a buscar agua y jugar a las aventuras?"

Los amigos se entusiasmaban mucho al imaginar la nueva actividad. Se fueron al parque, llenaron cubos y empezaron a jugar a ser tortugas en el agua. Todos se sintieron incluidos y disfrutaron de la aventura.

El siguiente encuentro fue con Valentina.

"Hoy vamos a jugar un juego que se llama ‘La búsqueda del tesoro’. ¡Usaremos pistas y trabajaremos en equipo!" - anunció Valentina.

Todos se entusiasmaron, pero luego notaron que Valentina había hecho las pistas en colores distintos.

"No puedo leer esto" - se quejó Julián, frustrado.

Valentina, entendiendo la preocupación, propuso:

"¿Qué os parece si transformamos las pistas? Hagámoslas en dibujos y símbolos para que todos puedan participar" - sugirió con una gran sonrisa.

Así lo hicieron. Armaron un juego interactivo que cada uno pudo entender. Al final, todos celebraron la llegada al tesoro: un cofre lleno de frutas.

En cada encuentro del Club de la Tolerancia, los amigos aprendían a valorar la diversidad, a escuchar las pasiones de los demás y a encontrar formas de disfrutar juntos. Se dieron cuenta de que, aunque tenían diferentes intereses, podían aprender unos de otros y divertirse en el proceso.

Un día penoso, un nuevo niño de otro barrio se unió al grupo. Era Lucas, quien iba en silla de ruedas.

"No sé si puedo unirme a su Club..." - dijo Lucas tímidamente.

Pero Julián dijo decidido:

"¡Claro que sí!" - y todos asintieron.

"Podemos crear juegos donde participemos todos, ¡y puedes guiarnos!" - sugirió Mateo.

Así nació un juego de rol donde todos hacían diferentes personajes. Lucas dijo:

"Yo seré el mago que ayuda a todos a moverse rápido con su magia especial" - y todos rieron y comenzaron a disfrutar de la diversidad de jugar juntos.

Con los meses, el Club de la Tolerancia se volvió un lugar donde todos se sentían aceptados, apreciados e incluidos, sin importar sus diferencias.

Los chicos entendieron que la tolerancia no solo era respetar a los demás, sino también celebrar lo que los hacía únicos. Al final del año, cada uno decidió crear una obra que mostrara lo que habían aprendido sobre la tolerancia.

Las obras se expusieron en el parque del barrio, y todos se sorprendieron al ver lo que habían logrado juntos.

"¡Miren lo que hemos creado!" - gritó Valentina emocionada mientras señalaba su mural lleno de colores.

"¡Es hermoso!" - respondió Sofía, mientras todos aplaudían.

Y así, el Club de la Tolerancia se convirtió en un ejemplo para otros niños, quienes comenzaron su propio club con un enfoque similar. La historia se corrió y, con el tiempo, varias manadas de clubs formaron una red entre los barrios. Entonces, los chicos comprendieron lo maravilloso que puede ser unir diferentes talentos, intereses y pasiones para crear una comunidad más tolerante.

Desde aquel entonces, en cada rincón del barrio, se alentaba a crecer el conocer y a asumir los diferentes caminos de cada uno.

Y así, los niños siguieron aprendiendo sobre el valor de la tolerancia: no como un concepto lejano, sino como una forma auténtica de vivir.

Fin.

FIN.

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