El Club de las Emociones



Era un día soleado en el barrio de Villa Esperanza, y en el colegio local, la pequeña Lila estaba sentada en su pupitre, llorando en silencio. Su mejor amiga, Ana, se acercó rápidamente al verla tan triste.

"Lila, ¿qué te pasa?" - preguntó Ana, preocupada.

"Es que mi novio, Tomás, no quiere jugar conmigo en el recreo. Siempre se queda con los chicos de fútbol y no me invita." - respondió Lila, limpiando sus lágrimas.

Ana la miró con compasión.

"No te preocupes, podemos formar nuestro propio club de juegos. Así nadie se sentirá excluido" - dijo Ana, sonriendo.

Lila pensó en la idea, y después de un momento, una pequeña sonrisa apareció en su rostro.

"¿Y qué nombre le ponemos al club?" - preguntó Lila.

"¿Qué te parece 'El Club de las Emociones'?" - sugirió Ana. "Podemos invitar a todos a que se sientan incluidos, sin importar cómo estén en el recreo. A veces, nos olvidamos de jugar juntos por las diferencias."

Lila asintió con entusiasmo. Estaban decididas a cambiar la situación. A la hora del recreo, las chicas llevaron un cartel que decía ‘Bienvenidos al Club de las Emociones’ y lo colocaron en su patio favorito. Pronto, otros chicos comenzaron a acercarse, intrigados por la idea.

"¿Puedo unirme?" - preguntó Martín, un compañero que siempre estaba solo.

"Por supuesto, la idea es que todos podamos jugar, se llore o se ría, ¡las emociones son bienvenidas!" - dijo Ana, emocionada.

El primer juego que organizaron fue un gran círculo de risas. Cada uno compartía una emoción: algunos hablaban de la tristeza, como Lila; otros, de la alegría, y algunos hasta de los miedos. A medida que compartían, se dieron cuenta de que muchos de ellos se sentían solos a veces, incluso dentro de un grupo.

"¿Por qué no hacemos una semana de juegos, donde cada día se celebre una emoción diferente?" - propuso Lila, ya mucho más animada.

Los chicos estuvieron de acuerdo y el lunes siguiente, la alegría inundó el patio con juegos inspirados en historias que habían compartido. El martes, se dedicó a la tristeza, donde varios se ayudaron a contar lo que los ponía tristes y se abrazaron para consolarse. El miércoles, tomaron el miedo y lo transformaron en valentía, entre risas y competencias. Así, el Club de las Emociones creció y se convirtió en el lugar favorito de todos, donde cada emoción era válida y se respetaba.

Con los días, Tomás, que antes había dejado a Lila de lado, comenzó a notar lo divertido que era compartir con todo el grupo. Se acercó a Lila un día, cuando estaban todos jugando a las escondidas.

"Lila, lamento no haberte invitado antes. ¿Te gustaría venir a jugar conmigo y con los chicos de fútbol en el próximo recreo?" - preguntó Tomás, con un poco de timidez.

Lila se quedó pensativa. Por un lado, quería pasar tiempo con él, pero por otro, sentía que había creado algo especial junto a Ana y los demás.

"Gracias, Tomás, pero creo que ahora tengo amigos que me valoran. El Club de las Emociones es muy importante para mí. ¿Por qué no te unes?" - contestó con una sonrisa.

Tomás, un poco sorprendido, asintió. "Claro, no sabía que les gustaba tanto. Tal vez podamos incluir juegos de fútbol también!" - propuso, emocionado.

Así, la semana pasó y al final, el club estaba repleto de risas y diversiones. No solo Lila aprendió a expresarse mejor, sino que también Tomás y los demás se dieron cuenta de que no hay nada de malo en mostrar cómo se sienten, y que compartirlo puede unir a las personas en lugar de separarlas.

"Gracias, Lila, por ayudarme a ver lo importante que es jugar y compartir." - dijo Tomás un día después de clases.

Y Lila sonrió, con el corazón lleno de alegría.

"Cada emoción cuenta, Tomás. Juntos podemos hacer grandes cosas."

Así, en Villa Esperanza, todos siguieron formando el Club de las Emociones, donde cada uno de sus miembros aprendió a valorar las emociones propias y ajenas, creando un ambiente lleno de respeto y amistad. Y así, Lila dejó de llorar en su casa para compartir risas con sus amigos en el colegio, convirtiendo sus lágrimas en lágrimas de felicidad. ¡Fin!

FIN.

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