El concurso de los lunares encantados
En un pequeño rincón del cuerpo de Martina, una niña curiosa y alegre, vivían 14 lunares encantados. Cada uno de ellos tenía su propio nombre y personalidad única. El primero era Lunita, el más grande y brillante de todos.
Siempre estaba lleno de energía y le encantaba iluminar la piel de Martina con su resplandor. Le seguía Lunarcito, un lunar tímido que se escondía bajo la sombra de Lunita pero que en realidad guardaba grandes secretos.
Luego estaban Lunareta y Lunarcita, dos lunares gemelos que no podían estar separados por mucho tiempo. Les gustaba bailar al ritmo del corazón de Martina y traer alegría a su día a día.
Entre los demás lunares estaban Lunaquita, un lunar aventurero que siempre buscaba nuevas emociones; Lunarcito Mayor, el más sabio y tranquilo de todos; Lunarín, el más travieso e inquieto; Lunarejo, el más trabajador y responsable; Lunarota, la más coqueta y presumida; Lunarete, el más dormilón y soñador; Lunaflor, la más creativa e imaginativa; Lunarillo, el más hambriento y goloso; Lunarita, la más curiosa e inquisitiva; y finalmente Lunardo, el líder natural que siempre velaba por el bienestar de todos los lunares.
Un día, mientras Martina jugaba en el parque con sus amigos, algo extraño comenzó a ocurrir. Los lunares empezaron a comportarse de manera diferente: discutían entre ellos, se peleaban por quién brillaba más o quién era el mejor bailarín.
La armonía que solían tener había desaparecido por completo. "¿Qué está pasando aquí?", preguntó Martina sorprendida al ver a sus queridos lunares tan alterados.
Lunardo se acercó a ella con gesto serio: "Martina querida, hemos perdido nuestra conexión especial. Nos hemos dejado llevar por nuestras diferencias en lugar de celebrar lo que nos hace únicos". "Tienes razón", respondió Martina reflexiva. "Debemos recordar que juntos formamos parte de algo hermoso e increíble".
Con estas palabras en mente, Martina decidió organizar un concurso para demostrarles a los lunares lo importantes que eran cada uno en su propia forma. Les propuso desafíos donde pudieran mostrar sus habilidades únicas: baile, brillo nocturno e incluso creación artística sobre la piel.
Poco a poco, los lunares fueron recordando lo especial que era cada uno de ellos y cómo juntos formaban parte de algo mágico.
Se dieron cuenta de que no importaba quién brillara más o quién bailara mejor; lo importante era apreciar las cualidades individuales de cada uno para crear una armonía perfecta. Al final del concurso, Martina abrazó cariñosamente a cada uno de sus 14 bellos lunares encantados.
Juntos prometieron nunca olvidar la lección aprendida: la verdadera belleza radica en aceptarnos como somos y celebrar nuestras diferencias como parte fundamental de lo maravilloso que podemos lograr juntos.
FIN.