El Cuento del Sol y la Luna
En un reino lejano, donde las nubes danzaban suavemente y los colores del arcoíris eran más vivos que en cualquier otro lugar, vivían dos amigos especiales: el Sol y la Luna.
El Sol, con su sonrisa radiante, iluminaba el día con su luz dorada. Cada mañana, despertaba al mundo con un abrazo cálido y sonrisas. La gente lo adoraba porque llenaba los campos de flores y hacía que los ríos brillasen como espejos. "¡Buenos días, Tierra!"-, solía decir con entusiasmo.
La Luna, por su parte, era un misterio envuelto en suaves destellos de plata. Desde el alto cielo, observaba el mundo mientras los humanos dormían. "¡Buenas noches, Tierra!"-, susurraba con dulzura, arrullando a las criaturas que se preparaban para descansar. La gente soñaba con ella y la consideraba un guía en las noches oscuras.
El Sol y la Luna se querían mucho, pero había un pequeño problema: nunca podían verse. Cada día, cuando el Sol se levantaba, la Luna se apagaba, y cuando la Luna brillaba en la noche, el Sol se ocultaba. "¡Oh, cómo me gustaría verte, amigo mío!"-, decía el Sol con melancolía. "Y yo también, querido Sol. Tu luz me llena de alegría, pero siempre estoy fuera de tu vista"-, respondía la Luna con tristeza.
Un día, la Luna decidió que no podía seguir así. Ideó un plan. "¡Voy a pedirle ayuda a las estrellas!"-, se dijo a sí misma. Y así, comenzó a hablar con sus amigas, las estrellas, que iluminaban las noches con su luz centelleante. "Por favor, amigas, ayúdenme a encontrar la manera de ver al Sol"-, les imploró. Las estrellas, siempre encantadoras y alegres, se pusieron a pensar.
"Podríamos hacer que tú te asomes un poquito antes del amanecer, y él podría quedarse un momento más en el cielo al atardecer"-, sugirió una estrella brillante.
La idea le pareció maravillosa a la Luna, así que esa misma noche, se preparó. Al amanecer, se asomó muy, muy despacito y pudo ver el rostro del Sol por un instante. "¡Hola, Sol!"-, gritó llena de alegría. El Sol, al escuchar la voz de su amiga, abrió sus ojos sorprendidos. "¿Luna?"-, respondió, casi sin poder creerlo. "¡Qué emocionante es verte!"-.
Así, cada día la Luna se asomaba un poco más y el Sol se quedaba un instante adicional. Poco a poco, empezaron a pasar más tiempo juntos. Pero, un día, un oscuro nublado llegó y cubrió el cielo, impidiendo que la Luna pudiera ver al Sol y, al mismo tiempo, opacando la luz del día.
"Luna, ¿dónde estás?"-, preguntó el Sol, preocupado. Sin respuestas, decidió que debía actuar. "Si las nubes no me dejan verte, haré brillar mi luz más fuerte"-, se dijo a sí mismo. Y así fue, el Sol comenzó a brillar con todo su corazón, rompiendo las nubes.
La Luna, emocionada, vio que los rayos del Sol comenzaban a disipar la niebla. "¡Sol! ¡Lo estás logrando!", exclamó con entusiasmo. "¡Nunca me rendiré si eso significa que puedo verte!"-, respondió el Sol.
Después de un ratito, las nubes se dispersaron y ambos pudieron verse perfectamente. "¡Qué alivio! Ahora puedo ver tu hermosa luz de nuevo", susurró la Luna. "Y yo tu suave y plateado brillo", dijo el Sol, sonriendo.
A partir de ese día, los dos amigos decidieron que, aunque las nubes pueden intentar separarlos, siempre encontrarían la forma de estar juntos cuando más lo necesitaban. El Sol se dio cuenta de que la luz más importante no era la que daba al mundo, sino la que compartía con su amiga. Y la Luna aprendió que siempre había un lugar en el cielo para ella, incluso en los días nublados.
Desde entonces, el Sol y la Luna se ayudan mutuamente a brillar, iluminando el cielo para que todos lo vean. Así, cada día y cada noche, el cielo se llenaba de amor y amistad, recordando a todos que, aunque a veces las nubes pueden oscurecer nuestro camino, siempre hay manera de encontrar la luz de nuestros amigos.
"¡Hasta mañana, Luna!"-, decía el Sol al amanecer. "¡Hasta la próxima noche, Sol!"-, respondía la Luna antes de desplomarse en el horizonte. Y así, mientras el cielo cambiaba, su amistad seguía iluminando la vida de todos en el reino.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
FIN.