El Día que Aprendí a Ayudar
Era un día soleado y caluroso en el barrio de La Boca. El cielo estaba despejado y las risas de los niños se oían en el aire. Yo había decidido ir al parque a disfrutar de una tarde de juego y diversión.
Cuando llegué, vi a un grupo de niños jugando en el tobogán, mientras otros paseaban en bicicleta. En ese momento, todo parecía perfecto. Me sumé al grupo y empecé a jugar al fútbol con algunos chicos. De pronto, escuché un grito.
"¡Ay!" - exclamó un niño que se había caído del columpio. Era un pequeño rubio, de unos seis años, que ahora yacía en el suelo con una expresión de sorpresa y dolor en su rostro.
"¿Estás bien?" - le pregunté mientras corría hacia él. "Te vi caer muy fuerte."
"No, creo que me lastimé la rodilla..." - dijo entre sollozos, con los ojos llenos de lágrimas. Su nombre era Mateo.
"No te preocupes, vamos a ayudarte" - dije decidido, intentando sonar valiente. Vi que varios niños se acercaban preocupados.
"¡Llamen a un adulto!" - gritó una nena de pelo rizado, mientras buscaba a algún papá o mamá.
"No, no es necesario. Solo tengo que respirar y calmarme un poco" - dijo Mateo, intentando levantarse de nuevo. "Pero no puedo, me duele mucho."
"Puedo ayudarte a levantarte, Mateo, ¿quieres?" - le ofrecí.
"Sí... pero con cuidado, porfa" - respondió mientras intentaba despegar su rodilla del suelo.
Lo ayudé a levantarse y me di cuenta de que necesitaba cuidarse. Un poco más allá, vi un árbol con sombra y un banco vacío.
"Vamos a sentarnos allá un rato. Podés descansar y yo traigo un poco de agua" - le dije, pero entonces mateo me detuvo.
"Es que tengo miedo de que no pueda seguir jugando. Me encanta el parque" – dijo mirando hacia los otros niños que corrían y saltaban.
"No te preocupes, Mateo. Todos los que están jugando ahora también se han caído alguna vez. El parque siempre va a estar ahí para nosotros" - traté de reconfortarlo.
"¿Sí?" - sus ojos se abrieron un poco sorprendidos.
"Sí, mira, cuando yo tenía tu edad, me caí del tobogán e hice un gran chichón" - le conté para sacarle una sonrisa. "Pero aprendí que los golpes son parte del juego, solo hay que levantarse y seguir intentándolo".
"Entonces...¿vos tuviste miedo también?" - me preguntó mientras comenzaba a sonreír.
"Sí, claro. Todos tenemos miedo a caernos o a lastimarnos un poco, pero lo importante es que no nos dejamos ganar por el miedo" - le dije mientras le daba un sorbo de agua.
Luego, con mucho cuidado, le ayudé a limpiar su herida con un pañuelo que llevaba en mi mochila.
"Ahora te voy a contar un truco" - le dije. "Cada vez que te caes, tenés que levantarte y decir: ‘Soy fuerte y puedo seguir adelante’" - lo miré de manera divertida, esperando que riera.
Y lo hizo.
"¡Soy fuerte y puedo seguir adelante!" - gritó Mateo con una gran sonrisa.
"¡Así se habla! Ahora, ¿te gustaría que te ayude a jugar un ratito más?" - le ofrecí, lleno de entusiasmo.
"Sí, ¡quiero!" - exclamó, y juntos caminamos de regreso al grupo. Al llegar, ya no era solo Mateo y yo, sino que estábamos rodeados de nuevos amigos que también habían tenido alguna caída.
"Chicos, ¡Mateo tiene un truco nuevo!" - grité. "Cada vez que se caen, ¡tienen que decir que son fuertes!" - todos se rieron y comenzaron a imitarlo.
El juego continuó y cada vez que un niño se caía, todos aventajaban sus gritos de: "¡Soy fuerte y puedo seguir adelante!". Mateo ya no tenía miedo y se sentía como un verdadero campeón.
Y así, aquel día en el parque no solo aprendí a ayudar, sino que también descubrí que cada caída puede ser una oportunidad para levantarse más fuerte. La risa y la amistad reemplazaron en mí la preocupación y el miedo.
Al final del día, mientras el sol se escondía, Mateo agradeció a todos por su apoyo: "Nunca pensé que caerse podía ser tan divertido y seguir jugando era tan fácil".
Todos aplaudieron y hasta los padres que llegaban comenzaron a sonreír, sabiendo que cada caída es solo un paso hacia adelante en el juego de la vida.
FIN.