El Día que Cambió Todo
William era un niño de 9 años que vivía en un pequeño barrio de Buenos Aires. Tenía un hermoso gato llamado Pelusa, que era de color gris con manchas blancas. Sin embargo, William no cuidaba mucho de su mascota. A veces, olvidaba alimentarlo y pasaba horas jugando videojuegos en lugar de jugar con Pelusa.
Un día, mientras estaba sentado en el sofá, su mamá entró al salón con una expresión preocupada.
"William, ¿has visto a Pelusa? No lo he encontrado en toda la casa", le preguntó su mamá.
"No sé, debe estar por ahí". William contestó, encogiéndose de hombros.
Fue entonces cuando escucharon un maullido muy triste viniendo del jardín. William se levantó y salió a ver. Allí estaba Pelusa, atrapado en un arbusto con una de sus patas.
"¡Ay no! ¡Pobrecito!" exclamó William, sintiéndose culpable.
Se acercó rápidamente y, con cuidado, liberó al gatito.
"¿Estás bien, Pelusa?" le preguntó, acariciándolo suavemente.
Ese maullido había despertado algo en su corazón. Después de ese pequeño incidente, William empezó a prestar más atención a Pelusa. Comenzó a alimentarlo a tiempo y a jugar con él. Incluso construyó un pequeño rascador para que su gatito pudiera afilarse las uñas.
Un día, mientras jugaban en el parque, William notó que otros niños también tenían mascotas.
"Mirá, Pelusa, todos tienen sus gatitos y perros corriendo felices", dijo William. Entonces, vio a una niña que estaba intentando atrapar a su perro que se había escapado.
"¡Ven aquí, Thor!" gritó la niña.
William decidió ayudarla.
"¡Deja que lo atrape yo!" dijo, corriendo hacia el perro y usando la golosina que había traído para atraerlo.
"¡Gracias! Es difícil manejar a un perro tan travieso", le contestó la niña.
"Sí, yo tengo un gato y a veces es igual de travieso".
Esa experiencia hizo que William se diera cuenta de lo importante que era cuidar y querer a nuestros animales. Ya no solo se lo decía a Pelusa, sino que también comenzó a hablar con sus amigos sobre cómo cuidar a sus mascotas.
"Cada vez que tienen hambre o necesitan atención, se sienten solos" les explicaba.
"Hay que ser responsables, como los adultos".
Poco a poco, se fue convirtiendo en un ejemplo para sus compañeros. Hasta que organizaron una pequeña unión de amantes de los animales en el barrio. Cada sábado se reunían todos en el parque.
"Hoy, haremos una caminata para ayudar a los perritos y gatitos abandonados", dijo William emocionado.
"¡Sí! Vamos a juntar comida y juguetes para llevarles", gritaron todos.
Esa iniciativa no solo ayudó a otros animales, sino que también fortaleció el vínculo entre William y Pelusa. Después de cada jornada, tenía la oportunidad de acariciarlo y jugar con él.
"Gracias, amigo, por siempre estar conmigo", le decía mientras empacaba la comida para los animales necesitados.
Con el tiempo, William entendió que ser dueño de una mascota implicaba responsabilidad, amor y esfuerzo, y que los animales son capaces de dar tanto a cambio de un pequeño gesto de cariño.
Esa fue una lección que jamás olvidó.
Al volver a casa después de una jornada de ayuda, William tomó a Pelusa entre sus brazos y le susurró.
"Te prometo que siempre te cuidaré y haré todo lo posible para que seas feliz".
Y desde aquel día, Pelusa tuvo un hogar lleno de amor y atención, y William aprendió que cuidar de otros también lo hacía sentir bien consigo mismo.
FIN.