El don de las palabras mágicas


Érase una vez en un pequeño pueblo llamado Villa Palabras, vivía un niño llamado Mateo. Desde muy chico, Mateo tenía una gran pasión por las palabras y la lengua española.

Siempre estaba leyendo cuentos, escribiendo poesías y buscando nuevas palabras en el diccionario. Un día, mientras paseaba por el parque del pueblo, Mateo encontró un libro viejo y polvoriento bajo un árbol. Lo abrió con curiosidad y descubrió que era un libro de cuentos olvidado.

Fascinado por las historias que leía, decidió llevarse el libro a su casa para seguir explorándolo. Al llegar a su habitación, se sentó en su escritorio y comenzó a leer en voz alta.

Las palabras fluían de sus labios con alegría y entusiasmo. De repente, una luz brillante iluminó la habitación y una hada apareció frente a él. "¡Hola, Mateo! Soy Luna, el hada de las palabras.

He escuchado tu amor por la lengua española y he venido para concederte un deseo", dijo el hada con una sonrisa cálida.

Mateo no podía creer lo que veía, pero emocionado le dijo: "¡Quisiera aprender todas las palabras del mundo para poder contar historias maravillosas como las que leo en este libro!"Luna asintió con complicidad y agitó su varita mágica sobre el libro. De repente, todas las letras saltaron de las páginas y se dispersaron por la habitación como luciérnagas brillantes.

Mateo sintió cómo las palabras entraban en su mente y corazón, llenándolo de conocimiento y creatividad. A partir de ese día, Mateo se convirtió en el mejor narrador del pueblo.

Sus relatos cautivaban a grandes y chicos por igual, transportándolos a mundos fantásticos creados con esmero gracias a su amor por las palabras. Pero la magia no duraría para siempre. Una noche oscura, Luna regresó junto a Mateo para despedirse: "Ha llegado el momento de decir adiós, querido Mateo.

Has demostrado que el verdadero poder está en saber usar adecuadamente las palabras para transmitir emociones e ideas.

"Mateo entendió entonces que no necesitaba conocer todas las palabras del mundo para ser un buen contador de historias; lo importante era valorar cada palabra como si fuera única y especial. Desde aquel día inolvidable, Mateo siguió contando cuentos con pasión y dedicación.

Y aunque ya no veía al hada Luna ni poseía aquel don extraordinario, sabía que siempre tendría consigo el tesoro más preciado: su amor eterno por la lengua española.

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