El Escondite de las Golosinas
Había una vez, en un pequeño pueblo llamado Dulcelandia, una casa llena de golosinas. La casa pertenecía a los González, una familia muy querida por todos los niños del lugar. La mamá, la señora Ana, era famosa por sus deliciosos caramelos, y el papá, don Carlos, hacía los mejores chocolates del mundo. Cada semana, los niños del barrio venían a visitar a los González para disfrutar de un rato dulce y divertido.
Una tarde, mientras los niños jugaban en el jardín, decidieron aventurarse a explorar el misterioso rincón de la casa que había estado cerrado durante mucho tiempo. Era un viejo sótano que había sido utilizado para guardar golosinas que se habían quedado olvidadas. Los niños miraron a los lados y, sin pensarlo dos veces, comenzaron a elaborar un plan para ver qué tesoros escondidos podían encontrar.
"¡Vamos! Digamos que vamos a jugar al escondite y nos metemos en el sótano", sugirió Lía, la más audaz del grupo.
"¡Sí! Pero debemos ser muy cuidadosos. ¿Y si nos atrapamos y no podemos salir?", preguntó Tomi, un poco asustado.
"No va a pasar nada, solo hay que estar atentos", afirmó Lucas, el que siempre inventaba los juegos más emocionantes.
Así que, los niños hicieron su plan. Se dividieron en grupos y cada uno se escondió en una parte diferente del jardín antes de dirigirse al sótano. Una vez dentro, sus ojos se iluminaron al ver estantes llenos de dulces de todos los colores y formas imaginables.
"¡Miren! Hay gomitas gigantes, caramelos ácidos y hasta chocolates en formas de animales", gritó Lía con alegría.
Pero en medio de la emoción, Tomi tropezó con una caja llena de chicles.
"¡Cuidado!", exclamó Tomi al caer hacia atrás, provocando que algunos frascos se volcaran.
Al escuchar el ruido, los padres, que estaban en la cocina, se asomaron rápidamente.
"¿Qué están haciendo ahí abajo?", preguntó la señora Ana, con una mezcla de curiosidad y preocupación.
Los niños se quedaron quietos y se miraron entre ellos.
"Nosotros… estábamos jugando a escondite y nos metimos sin querer al sótano", confesó Lía, rindiéndose ante la situación.
"Lo siento, no queríamos hacer lío", añadió Tomi, con un semblante de remordimiento.
Don Carlos se acercó con una sonrisa amable en su rostro.
"Está bien, chicos. Pero recuerden que en esta casa hay reglas. No pueden entrar a lugares que no conocen sin permiso", dijo.
Los niños asintieron, entendiendo que tenían que ser más cuidadosos.
"Pero, ¿podemos quedarnos un rato para ver los dulces?", preguntó Lucas, con los ojos brillando de emoción.
La señora Ana miró a su esposo y luego a los niños.
"Está bien, pero sólo si prometen ayudarnos a organizar todo después. Hay tantos dulces que podríamos preparar una fiesta para todos los niños del barrio", dijo con una sonrisa.
"¡Sí! Prometemos ayudar!", gritaron todos al mismo tiempo, emocionados por la idea.
Así fue como, no solo encontraron una gran cantidad de golosinas, sino también una oportunidad para aprender sobre la responsabilidad y el trabajo en equipo. Al día siguiente, los González organizaron la fiesta en el jardín y todos los niños del barrio fueron invitados.
"¡Esto es lo mejor de todo!", gritó Tomi mientras disfrutaba de un caramelo.
La fiesta fue todo un éxito, y los niños aprendieron que cada vez que deseaban explorar algo nuevo, debían hacerlo con responsabilidad y con los adultos de confianza.
"¡Vamos a hacer esto más a menudo!", sugirió Lía mientras los padres sonreían, felices de haber podido compartir ese momento especial con todos los niños.
Y así, la casa de los González se llenó de risas, dulces y la valiosa lección de que siempre hay que pedir permiso y trabajar en equipo para que cada aventura sea exitosa. Desde ese día, el sótano ya no era un lugar misterioso, sino un espacio lleno de posibilidades, donde cada semana se organizaba una divertida tarde de golosinas.
"NO OLVIDEN JUGAR, PERO SIEMPRE CON RESPONSABILIDAD", gritaron los padres mientras los niños disfrutaban de sus dulces. Y así, Dulcelandia siguió siendo un lugar mágico lleno de risas y enseñanzas.
FIN.