El Espejo de Ana



Había una vez, en un pequeño pueblo, una niña llamada Ana. Ana era una chica alegre, con una sonrisa contagiante, pero había algo que no le gustaba de sí misma: su cuerpo. Desde que tenía memoria, siempre sentía que no encajaba con lo que veía en las revistas o en la televisión.

Un día, mientras paseaba por el parque, Ana escuchó a dos de sus amigas hablando sobre un nuevo espejo mágico que había llegado al pueblo.

"Dicen que este espejo te muestra la belleza verdadera, ¿te imaginas?" - dijo Sofía, emocionada.

"Sí, y también dicen que puede cambiar la imagen de quien está frente a él" - agregó Valentina.

Intrigada, Ana decidió buscar el espejo. Cuando finalmente lo encontró, se asomó con curiosidad. El espejo tenía un marco dorado y brillaba con un resplandor especial. Ana se miró con desconfianza.

"¿Qué me mostrarás?" - murmuró. Pero cuando la imagen apareció, ¡se sintió desconectada! El espejo le devolvió una imagen idealizada, que no se parecía a ella en absoluto. Ella se sintió triste y decepcionada. "¿Por qué no me muestras cómo soy de verdad?" - le preguntó, sintiendo que el espejo no la entendía.

Esa noche, Ana pensó mucho en lo que había visto. Al día siguiente, decidió hablar con su abuela, a quien amaba mucho.

"Abuela, encontré un espejo mágico que no me muestra como soy. ¿Por qué no soy bonita como las niñas de las revistas?" - le confesó, con los ojos llenos de dudas.

La abuela sonrió con ternura. "Ana, cariño, la verdadera belleza no está en el exterior. Todos somos hermosos a nuestra manera. No dejes que un espejo o las revistas te hagan sentir menos. Lo importante es cómo eres por dentro: tu bondad, tu alegría y tu amor hacia los demás. Esos son los verdaderos reflejos de tu belleza."

Inspirada por las palabras de su abuela, Ana decidió hacer un experimento. Esa misma tarde, reunió a sus amigos para hacer una "fiesta de la belleza verdadera". Allí, cada uno debía compartir una cosa que les hacía únicos.

"Yo tengo una risa contagiosa que hace reír a todos" - dijo Juan, mientras todos aplaudían.

"Yo tengo una imaginación desbordante y me encanta contar cuentos" - agregó Sofía, con una sonrisa.

La energía se volvió mágica. Cada uno iba compartiendo características que lo hacían especial, y Ana comenzó a sentirse más segura.

"Yo soy creativa y me encanta dibujar. Con eso puedo hacer felices a los demás" - les contó Ana.

Mientras se reían y compartían, el espejo de la magia no era necesario. Todos brillaban por ser quienes realmente eran, y así Ana descubrió que la belleza venía en diferentes formas: risas, talentos, y la amistad.

A partir de ese día, el espejo quedó olvidado en un rincón. Ana aprendió que no necesitaba espejos mágicos para sentirse bella; solo necesitaba mirarse a sí misma con amor. Y así, la niña que alguna vez se sintió insegura, se convirtió en la voz del amor propio entre sus amigos y en su pueblo.

Los días pasaron y Ana se dedicó a crear una mural en su escuela, donde todos podían dejar una huellita de sus talentos. Desde entonces, no solo se transformó su forma de verse, sino también la forma en que su comunidad valoraba la diversidad y la autenticidad. El espejo, aunque aún brillaba, ya no tenía poder sobre su corazón.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

FIN.

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