El Gran Duelo de Ajedrez



En una soleada tarde de sábado, en el pequeño departamento de Buenos Aires, Diego, un niño de siete años, y su papá, Martín, decidieron pasar la tarde jugando al ajedrez. La mesa estaba repleta de juguetes y libros, pero en el centro brillaba el tablero de ajedrez, listo para la batalla.

"¡Papá, estoy listo para ganar!" - dijo Diego, con una gran sonrisa.

"Oh, cuidado, pequeño, porque soy el rey del ajedrez" - respondió Martín, guiñando un ojo, mientras movía su torre.

La partida comenzó con mucha emoción. Diego avanzaba con sus piezas y cada vez que movía un peón, hacía un gesto dramático, como si estuviera en una gran guerra.

"¡Toma eso! Mi peón avanza a E4, ¡está en modo ataque!" - exclamó, haciendo una pose de héroe.

"¡Pero no me subestimes, mi querido hijo!" - respondió Martín, moviendo su alfil. "Alfil a C4, ¡preparando mi estrategia!"

Diego estaba decidido a ganar y empezó a concentrarse, haciendo muecas mientras pensaba en sus movimientos. Pero después de un rato, se distrajo con el gato de la familia, que se había acomodado en la silla al lado.

"¡Mirá a Tito, parece que está jugando al ajedrez también!" - rió Diego, señalando al gato que se estiraba en la silla, justo en la línea de visión del tablero.

"¡No te distraigas! Cada segundo cuenta en el ajedrez!" - advirtió Martín, aunque él también no pudo evitar reírse.

Entonces, ocurrió algo inesperado. ¡Diego, emocionado, hizo un movimiento que dejó a su papá boquiabierto! Sacó la dama del tablero y la movió como si fuera un héroe de película.

"¡Dama a H5!" - gritó Diego "¡Estoy en jaque mate, papá! ¡Gané!"

Martín miró la jugada, y aunque le pareció deliciosa la emoción de su hijo, sabía que algo no estaba bien. Diego había movido la pieza sin pensar bien su estrategia.

"Eh, espera un segundo, Diego. Eso no es un jaque mate. Mi rey puede escapar. ¡Mirá!" - dijo Martín, moviendo su rey de manera teatral, simplemente para hacer reír a su hijo.

Diego se quedó mirando, dándose cuenta de que no había revisado bien el tablero. La risa llenó la habitación.

"¡Nooo! ¿Cómo pude olvidarme? Me subestimé a mí mismo... otra vez!" - se lamentó Diego, tratando de recordar las reglas básicas.

"Es parte del juego, campeón. A veces, hay que mirar bien el tablero antes de hacer movimientos" - explicó Martín, ayudándolo a analizar la situación.

"Sí, pero si yo no hubiera hecho esas caras de superhéroe, seguro que no me hubiera distraído..." - se quejó Diego, sonriendo mientras hacía gestos cómicos.

Al final, después de varias risas y jugadas, la partida se acercaba a su fin. La tensión era palpable y ambos estaban muy concentrados. En un giro sorprendente, Diego tomó una decisión audaz.

"Voy a sacrificar mi torre para poder ganar a tu reina!" - gritó, moviendo con determinación su pieza.

"¡Wow, qué jugada! Eso puede cambiar todo" - comentó Martín, sorprendido.

La partida avanzó, hasta que, con un último movimiento, Diego, con cuidado, puso a su papá en jaque mate de verdad.

"¡Lo logré! ¡Jaque mate!" - exclamó Diego, saltando de alegría.

"¡Felicidades, maestro! No lo puedo creer, ¡has crecido mucho como jugador!" - Martín sonrió, abrazando a su hijo.

Diego se sintió el rey del mundo, completamente emocionado. Había aprendido la importancia de la estrategia, la concentración y sobre todo, de disfrutar cada momento del juego.

"Gracias, papá. ¡Ahora quiero aprender más trucos para ganar la próxima partida!" - dijo el niño, mientras planeaban su siguiente encuentro.

Ambos rieron, sabiendo que no solo habían jugado ajedrez, sino que también habían creado recuerdos llenos de alegría y complicidad. Desde ese día, cada sábado se convirtió en su tradición, un juego que no solo los entretenía, sino que fortalecía su vínculo inquebrantable.

FIN.

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