El Grinch de la Navidad



Había una vez, en un pequeño pueblo de Argentina, un hombre de 67 años llamado Don Gerardo. Era un exitoso hombre de negocios, aunque a menudo se sentía solo y amargado. Su rostro, surcado por muchas arrugas, reflejaba una vida de trabajo arduo y poco disfrute. En vez de disfrutar de la Navidad, Don Gerardo la detestaba. Para él, todo era cabalgatas de risas, colores brillantes y un sinfín de sonrisas que le parecían burlonas.

Una mañana fría de diciembre, mientras preparaba sus informes financieros, escuchó los villancicos que sonaban desde la plaza del pueblo. Fue justo en ese momento que escuchó unos niños cantando:

"¡Feliz Navidad, feliz Navidad!"

y a Don Gerardo le hervía la sangre.

"¡Qué ruido infernal!" -gruñó entre dientes.

A medida que pasaban los días, la navidad se acercaba más y más. La gente decoraba las calles, colgaba luces, y compartía sonrisas. Pero Don Gerardo solo podía pensar en cuánto lo odiaba.

Una mañana, mientras paseaba su perro, notó que un pequeño grupo de niños estaba intentando colgar una enorme estrella en la plaza.

- “¿Qué les pasa? ¿No pueden hacer nada bien? Esa estrella se va a caer! ” -gritó.

Los niños, asustados, se miraron entre ellos, pero el más valiente respondió:

- “¡Queremos poner esta estrella para la Navidad! Queremos compartir alegría.”

- “¡Bah! La Navidad no es más que un montón de chismes y ruidos estúpidos.” -replicó Don Gerardo.

Los niños se sintieron desanimados, pero uno de ellos, Clara, con su sonrisa brillante, dijo:

- “Don Gerardo, ¿no le gustaría que todos fueran felices? Podríamos compartir algo especial…”

“Eso no tiene sentido,” -contestó el hombre con voz dura. Sin embargo, Clara, decidida, no se dio por vencida. En vez de eso, se acercó a él y le entregó una galleta de jengibre, que había hecho junto a sus amigos.

- “¡Pruebe esto! Es para que se sienta mejor.”

Don Gerardo, sorprendido por el gesto, aunque su corazón seguía lleno de desdén, tomó la galleta y la lanzó a la bolsa que llevaba.

Los días pasaban, y a pesar de su furia, no pudo evitar notar que las risas de los niños resonaban más fuertes que nunca. Un día, mientras trabajaba, escuchó que la plaza se llenaba de música y risas. Miró por la ventana y vio el festival de Navidad que habían organizado los niños.

- “¿Por qué ellos están tan felices? ¿Qué tienen que no tengo yo? ” -se preguntó en voz alta.

Y así, su curiosidad empezó a ganarle.

Al día siguiente, decidió salir a dar una vuelta y, sin pensarlo, se encontró frente a la plaza. Los niños estaban allí, con sus trajes coloridos, juegos y hasta un pequeño escenario donde hacían un concurso de villancicos. Clara lo vio y sonrió:

- “¡Don Gerardo! ¿Le gustaría participar? .”

Su mente gritaba que no, pero su corazón sentía algo diferente.

- “¿Yo? ¿Cantar? ” -dijo incrédulo.

- “Sí, ¡es divertido! ”

Finalmente, tras muchas dudas y con el empujoncito de los niños, Don Gerardo se encontró a sí mismo en una escena que nunca hubiera imaginado. Con su voz temblorosa, empezó a unirse a las canciones. Para su sorpresa, la plaza estalló en aplausos y risas. En ese instante, sintió calidez en su pecho, una emoción que no había experimentado en años.

Después de esa tarde, los días de Navidad se transformaron. La envidia que sentía fue reemplazada por un sincero deseo de compartir. Decidió involucrarse con los niños del pueblo, ayudándoles a organizar la fiesta. Empezó a ver la Navidad como una oportunidad de conectar, no solo de trabajar.

El día 24 de diciembre llegó, y Don Gerardo estaba completamente transformado. Su amargura se había desvanecido, reemplazada por la alegría y la risa de los niños.

- “¿Así que se siente bien? ” -preguntó Clara con una sonrisa.

- “Sí, creo que he estado equivocado todo este tiempo. La Navidad debería ser para compartir y disfrutar juntos.” -respondió él, con una sonrisa genuina.

Esa noche, con el brillo de las luces y el sonido de las risas, Don Gerardo se dio cuenta de que la felicidad no venía del éxito o el trabajo, sino de las conexiones que creamos y la alegría que compartimos. Y así, todos en el pueblo comenzaron a llamarlo cariñosamente “El Abuelo Gerardo”, el hombre que aprendió a amar la Navidad.

Y así, en un pequeño pueblo de Argentina, las risas, la alegría, y los abrazos llenaron el aire, recordándoles a todos que a veces, la felicidad está en la compañía de los demás y en abrir nuestro corazón a las posibilidades.

FIN.

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