El helado de pescado y la luz rota


Érase una vez en la hermosa ciudad de Pingüinolandia, vivía una pequeña pingüina llamada Sabina. Tenía un plumaje suave y brillante, con colores que parecían sacados de un arcoíris.

Era tan bonita que todos los demás pingüinos la admiraban. Sabina era muy curiosa y siempre estaba buscando nuevas aventuras.

Un día, mientras caminaba por el mercado de pescado, descubrió algo muy especial: ¡helado de pescado! Aunque a muchos les pareciera extraño, a ella le encantaba su sabor salado y fresco. Desde aquel día, Sabina visitaba el puesto de helados todos los días después del colegio. El señor Pinguetti siempre le daba una sonrisa al verla entrar y le servía su helado favorito.

Sabina sabía que no a todos los pingüinos les gustaría ese sabor peculiar, pero eso no le importaba en absoluto.

Un día soleado de verano, mientras disfrutaba su helado de pescado afuera del puesto, vio a Rodolfo el cartero corriendo hacia ella con prisa. "¡Sabina! ¡Necesito tu ayuda!"- gritó Rodolfo jadeando. "Mi camión se ha quedado sin luces y necesito entregar estas cartas antes del anochecer". Sabina dejó caer lo que quedaba de su helado y asintió emocionada.

"¡Claro que te ayudaré! Me encanta ayudar a las personas". Rodolfo sonrió aliviado y juntos se dirigieron hacia el camión. Pero había un problema: ninguno de los dos sabía cómo arreglar las luces.

"Sabina, ¿crees que podrías encontrar a alguien que nos ayude?"- preguntó Rodolfo preocupado. Sabina pensó por un momento y recordó al señor Pinguetti, el dueño del puesto de helados. Él siempre sabía cómo solucionar problemas difíciles.

Corrieron hacia el puesto y encontraron al señor Pinguetti contando dinero detrás del mostrador. Sabina le explicó la situación y él se ofreció a ayudarlos de inmediato. Juntos regresaron al camión y en poco tiempo, el señor Pinguetti logró arreglar las luces.

El camión volvió a brillar como si fuera nuevo. Rodolfo estaba tan emocionado que abrazó a Sabina y al señor Pinguetti. "¡Muchas gracias! No sé qué hubiera hecho sin ustedes". Sabina sonrió felizmente. "No hay problema, Rodolfo. Me encanta ayudar a los demás".

Desde aquel día, Sabina descubrió su pasión por ayudar a los demás. Ya no solo visitaba el puesto de helados para disfrutar su sabor favorito, sino también para ofrecer una mano amiga cuando alguien lo necesitaba.

La historia de Sabina se corrió rápidamente por Pingüinolandia y todos comenzaron a admirarla aún más. Los pingüinos aprendieron la importancia de ser amables y solidarios con los demás, así como Sabina lo había demostrado.

Y así fue como la pequeña pingüina curiosa e iluminada llamada Sabina enseñó a todos que no importa cuán pequeños o jóvenes seamos, siempre podemos hacer una gran diferencia en el mundo si tenemos un corazón lleno de bondad y ganas de ayudar.

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