El Hombre del Saco de Huesos
En un pequeño pueblo rodeado de montañas, vivía un hombre conocido por todos como Don Silbador, porque siempre iban con un silbido alegre entre los labios. Lo que más sorprendía a los niños era un gran saco que cargaba en su espalda. Nadie sabía qué había adentro, pero los rumores iban y venían. Algunos decían que era un tesoro, otros que eran juguetes perdidos, pero él nunca decía nada, solo continuaba su camino silbando.
Una tarde soleada, Javier, un niño curioso y valiente, decidió que era hora de averiguarlo. Atraído por el silbido melódico de Don Silbador, lo siguió por las calles del pueblo hasta que, al fin, se atrevió a acercarse.
"Hola, Señor, ¿qué tiene en su saco?" - preguntó Javier con los ojos brillantes de curiosidad.
"Hola, pequeño. Este saco contiene cosas que la gente ha olvidado... cosas que les recuerdan que siempre deben ser felices" - respondió Don Silbador, sonriendo mientras soltaba un guiño.
Intrigado, Javier insistió:"¿Puedo ver lo que hay dentro?"
"Solo si prometes apreciar lo que encuentres" - dijo Don Silbador, abriendo lentamente el saco.
La sorpresa de Javier fue enorme. En el interior había una colección de huesos de diferentes tamaños y formas, pero no eran huesos comunes. Al acercarse más, se dio cuenta de que cada hueso era diferente y, al tocarlos, cada uno emitía un sonido único, como si fueran instrumentos musicales.
"¡Son huesos que cantan!" - exclamó Javier, emocionado.
"Así es. Estos son los huesos de los recuerdos de alegría de la gente del pueblo. Cada vez que alguien ríe, un sonido queda atrapado en uno de ellos. Los guardo para que nunca se olviden de divertirse y disfrutar la vida" - explicó Don Silbador, mirando a Javier con ternura.
Javier se sintió inspirado e imaginó cómo podría ayudar a que el pueblo recordara la alegría. Se le ocurrió organizar un festival en el que todos pudieran tocar los huesos y recordar juntos los momentos felices.
"¡Podemos hacer música!" - sugirió con entusiasmo. "¡Hagamos un gran festival de la alegría!"
"Eso es una excelente idea, ¡Javier! Pero necesitarás la ayuda de todos para que esto funcione" - dijo Don Silbador.
El niño se puso manos a la obra. Fue de casa en casa, invitando a sus amigos y vecinos a compartir sus historias y recuerdos. El pueblo se llenó de alegría al escuchar las anécdotas que contaban, y cada uno aportó algo para el festival: un baile, una canción, un platillo especial.
El día del festival, el pueblo parecía un lugar mágico. Los colores, las risas y la música llenaban el aire, mientras Don Silbador mostraba los huesos a todos los que venían. Al tocarlos, los habitantes recreaban las risas que una vez habían compartido. Era un verdadero espectáculo de alegría.
Al caer la tarde, mientras el sol se despedía, Don Silbador miró a la multitud y sonrió.
"Vieron, pequeños y grandes, que lo más importante de la vida es no olvidar reír y disfrutar cada momento" - dijo con su profunda voz.
Todos aplaudieron y empezaron a silbar juntos, creando una melodía unida y armoniosa. La risa y la alegría del pueblo resonaron por todo el valle.
Desde aquel día, Javier y Don Silbador se convirtieron en grandes amigos, y juntos llevaron alegría a todos los rincones del pueblo. La gente comenzó a silbar al pasar, y así, el saco de huesos se transformó en un símbolo de felicidad y unión. El sonido del silbido tenía el poder de recordarles a todos que nunca deben olvidar reír y disfrutar la vida, sin importar lo que suceda.
Y así, Don Silbador continuó su camino, siempre con su saco a cuestas, silbando y compartiendo felicidad a donde quiera que fuera.
"¡Nunca dejen de silbar y de recordar la alegría!" - fue su mensaje para el mundo.
Y así, la historia de Don Silbador y su saco de huesos quedó en la memoria de todos, inspirando a nuevas generaciones a buscar la alegría en lo cotidiano y a dejar que los sonidos de su risa llenen el aire.
FIN.