El Jardín de la Amistad



Era un día soleado en el Jardín del barrio, y todos los chicos jugaban felices. Federico, un niño enérgico de nueve años, estaba entre ellos. Aunque le encantaba jugar, tenía una pequeña debilidad: a veces se dejaba llevar por la emoción y perdía los estribos.

Era hora del juego y Federico, junto a sus amigos Lucas y Sofía, decidió organizar una gran partida de fútbol. Todos estaban muy emocionados, pero había un pequeño problema: no todos los chicos querían jugar al fútbol. Algunos preferían saltar la cuerda, mientras que otros preferían jugar al escondite. Pero Federico insistió:

- ¡Vamos, sólo jugamos al fútbol! Es lo más divertido.

Lucas, que siempre jugaba con él, lo miró preocupado y le dijo:

- Federico, pero a ellos no les gusta el fútbol. ¿Por qué no jugamos algo que divierta a todos?

- ¡Bah! No entiendo por qué no quieren jugar al fútbol. Yo quiero pasarla bien, ¿no?

Sofía, que estaba intentando hacer un castillo de arena, se unió a la conversación:

- Está bien jugar al fútbol, pero también es importante que todos se diviertan.

Federico, sin pensarlo, tugó la pelota con fuerza y empezó a jugar solo. Los otros niños se sintieron excluidos y se fueron alejando. Federico no se dio cuenta y pensó que todo estaba bien... hasta que dio un fuerte tiro y la pelota le pegó a un grupo de niños que estaban jugando a las cartas.

- ¡Ey! ¿Por qué haces eso? - gritó un niño llamado Julián, que quedó sorprendido por el ataque inesperado.

- ¡No quise! - respondió Federico, un poco irritado.

Julián, enfadado, decidió devolver el golpe y le lanzó la carta que tenía en la mano. Federico, ahora enojado, gritó:

- ¡Eso no se hace! Ustedes son unos llorones. Si no saben jugar, no deberían estar aquí.

Los otros niños se agacharon y nadie sabía bien qué hacer. En ese instante, Sofía, cansada de la pelea, se acercó y gritó:

- ¡Basta! Federico, lo que estás haciendo no está bien.

Federico, que ya estaba a punto de enojarse aún más, hizo una pausa. Miró a sus amigos y a los demás chicos que sólo deseaban jugar y pasarlo bien.

- Ok, entiendo... - suspiró. - No quiero pelear.

Los otros niños lo miraron con sorpresa y curiosidad. Julián se acercó y preguntó:

- ¿De verdad? Entonces, ¿qué hacemos?

- ¿Qué les gustaría jugar? - preguntó Federico, sintiéndose un poco avergonzado.

Finalmente, se sentaron en el pasto y empezaron a conversar. Julián propuso jugar a la pelota en un formato cooperativo, donde todos tuvieran la oportunidad de tocarla. Al principio, a Federico le costaba, pero poco a poco se dio cuenta de que era mucho más divertido trabajar en equipo.

- ¡Miren! - dijo Sofía con alegría. - ¡Estamos jugando todos juntos!

Pasaron las horas, y en lugar de pelearse, todos rieron, se ayudaron y compartieron. Federico aprendió que ser respetuoso y comprensivo no solo mejoraba las cosas, sino que los momentos juntos eran mucho más especiales.

Al final del día, mientras se despedían, Julián sonrió a Federico y dijo:

- Gracias por unirte, amigo. Todos podemos jugar juntos si nos respetamos.

- Tienes razón - asintió Federico, feliz y agradecido. - Prometo que nunca más dejaré que la emoción me gane.

Y así, en el Jardín del barrio, nació el verdadero espíritu del juego: el respeto, la amistad y la alegría compartida. Desde aquel día, Federico se convirtió en un campeón de la convivencia, recordando siempre que, aunque disfrutar un juego es importante, lo fundamental es hacer que todos se sientan incluidos. Y así, el Jardín de la Amistad floreció con risas y juegos, lleno de respeto y compañerismo.

FIN.

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