El Jardín de las Buenas Acciones



En un barrio tranquilo, había un jardín donde todos los niños jugaban felices. Pero había un niño llamado Tomás que siempre se portaba mal. En lugar de jugar amable, a él le gustaba pegarle a otros chicos y pellizcarles los cachetes.

Un día soleado, mientras todos jugaban al fútbol, Tomás decidió que sería divertido correr hacia sus amigos y hacerles bromas.

- ¡Eh, miren lo que puedo hacer! - gritó Tomás mientras corría hacia Juan y le daba un leve empujón.

- ¡Oye, Tomás! - se quejó Juan, tratando de mantener el equilibrio.

Tomás se reía, pero no entendía que las risas no eran de diversión, sino de incomodidad.

Al día siguiente, el jardín estaba lleno de nuevos juegos. Había un tobogán gigante y una piscina de pelotas. Todos estaban emocionados, excepto Tomás, que solo pensaba en cómo arruinarles la diversión.

- ¡Vamos a jugar! - dijo Sofía, una niña del barrio, llena de energía.

Tomás, sin pensarlo dos veces, corrió hacia el grupo y pellizcó a Sofía.

- ¡Ay! - gritó Sofía.

- ¿Por qué siempre te comportás así, Tomás? - le preguntó Lautaro, otro chico del grupo. - Eso no es divertido.

- A mí me parece muy gracioso - respondió Tomás, cruzando los brazos con orgullo.

Esa tarde, después de un día lleno de risas aunque también de reclamos, el jardín se llenó de nubes oscuras y empezó a llover.

Los niños se refugiaron bajo un gran árbol, esperando que pasara la tormenta. Tomás, que se encontraba un poco alejado, empezó a sentir el peso de su soledad.

- ¿Por qué no vienen a jugar a la piscina de pelotas conmigo? - pidió, más para cambiar el tema que por realmente querer jugar.

- Porque no queremos que nos pegues o nos pellizques - respondió Sofía desde su refugio.

Tomás se sintió mal por dentro y al mismo tiempo, confuso. ¿Por qué su comportamiento hacía que nadie quisiera jugar con él?

Poco después, el cielo se despejó y aparecieron un par de arcoíris. Los niños, emocionados, decidieron volver a jugar, pero esta vez más lejos de Tomás.

Frustrado, se sentó en el banco del jardín, sintiendo tristeza. En ese momento, notó a la perra de la vecina, que siempre estaba sola. Se le ocurrió que quizás el amor de una mascota podría hacerle olvidar su frustración. Así que decidió ir a acariciarla.

- Hola, perra - dijo Tomás, acercándose lentamente. - ¿Te gustaría jugar conmigo?

La perra movió la cola y se acercó a Tomás, disfrutando de sus caricias. Luego, de repente, saltó y empezó a correr en círculos, invitando a Tomás a jugar.

Mientras jugaba con la perra, Tomás se sintió más feliz que nunca. Se dio cuenta de que hacer reír a alguien no implicaba hacerle daño. Al darse cuenta de esto, miró hacia el grupo de niños, que lo observaban desde una distancia prudente.

Decidido a cambiar, se acercó a ellos con una sonrisa.

- ¡Chicos! - exclamó, - perdón por estar tan molesto. ¿Puedo jugar con ustedes de nuevo y prometer que no voy a ser bruto?

Los niños se miraron entre sí. Sofía, que había sido la más lastimada, se acercó un poco.

- Está bien, Tomás. Pero sólo si cumplís tu promesa.

Tomás sonrió.

- ¡Lo prometo! - dijo, y se sintió aliviado al ver que los demás se acercaban un poco más.

En ese momento, el jardín se llenó de risas y juegos nuevamente, y Tomás descubrió que había más felicidad en hacer reír a los demás que en hacerles daño.

Desde entonces, Tomás se convirtió en el mejor compañero de juegos, y nunca más le hizo daño a nadie. Aprendió que la verdadera diversión se encontraba en compartir risas y hacer amigos. En su corazón, sintió que ese día, el jardín no solo había florecido con flores, sino también con buenas acciones.

Y así, el jardín siguió siendo un lugar de alegría, donde los niños jugaban felices juntos, porque habían entendido que cada uno tenía un lugar importante en su grupo, y que lo mejor era cuidarse los unos a los otros.

FIN.

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