El Jardín de las Diversidades
En la lejana vereda de Santa Teresa de Patiño, donde los susurros de la ciénaga Doña María se mezclaban con las risas de los niños, había un colegio grande y espacioso. Cada rincón del colegio era un mundo de colores y sonidos, pero en su interior, había una inquietante nube de desarmonía. Los chicos y chicas que allí aprendían eran de diferentes culturas, y aunque compartían el mismo espacio, a menudo se sentían como islas apartadas.
Un sol radiante iluminaba el patio del colegio aquel día. Los chicos estaban en recreo, pero los grupos se separaban: los chicos de la ciudad jugaban a la pelota en un costado, mientras que las chicas del campo tejían trajes de papel en un rincón. La tensión cultural era palpable. Las burlas y risitas se cernían como sombras.
Fue entonces que la directora, la señora Elena, se acercó a ellos. Con voz cálida, dijo:
"Chicos, hoy vamos a hacer algo especial. Vamos a crear un jardín de las diversidades, donde cada uno de ustedes contribuirá con algo de su cultura."
Los ojos de los niños brillaron al escuchar esas palabras, pero la inquietud aún estaba presente. Juan, un niño de ciudad, levantó la mano y preguntó:
"¿Y qué vamos a poner en ese jardín?"
La señora Elena sonrió y respondió:
"La idea es que traigan algo que represente su cultura. Puede ser una planta, un dibujo, una canción o incluso un cuento. Cada uno de ustedes tiene algo especial que aportar."
Emocionados, los chicos comenzaron a hablar entre ellos. Sus voces comenzaron a mezclarse.
"Yo puedo traer una planta de albahaca, es típica de mi barrio", dijo Clara, una niña del campo.
"Y yo puedo cantar una canción de mi ciudad, es muy divertida", agregó Pablo, un chico de Buenos Aires.
"Podría contarles la leyenda de la ciénaga Doña María", propuso Luciana, otra niña que vivía cerca.
La idea de unir sus culturas bajo el mismo cielo del jardín comenzó a florecer. Pero aún había ciertos recelos. Algunas chicas del campo murmuraban entre ellas, algo inseguras de cómo serían aceptadas por los chicos urbanos.
Para derribar las barreras, la señora Elena decidió organizar una reunión. Se sentaron en círculo, y cada uno, a su turno, compartió algo sobre su cultura. Así, Clara habló de la importancia de la albahaca en las comidas festivas, mientras que Pablo mostró su habilidad para hacer malabares, inspirándose en un viejo juego de su ciudad.
"¡Eso es genial!" exclamó Luciana, aplaudiendo.
"¿Puedo aprender?"
"Claro, todos podemos aprender de todos," respondió Pablo.
Y así, despacito, barrieron las diferencias. En cada reunión, los chicos se dieron cuenta de que tenían intereses similares, sueños y pasiones. La música, la comida y las historias comenzaron a unirse como las raíces de las plantas en su nuevo jardín.
Días después, el jardín ya estaba lleno de colorido: la albahaca de Clara crecía robusta, la canción de Pablo resonaba entre risas y los cuentos de Doña María se contaban al atardecer. Los niños se reían, compartían juegos y aprendían unos de otros, creando un mundo nuevo donde cada uno ofrecía un pedacito de su hogar.
Una tarde, mientras estaban en el jardín, la señora Elena se acercó y les dijo:
"¿Ven lo que han creado juntos? Este jardín es un reflejo de sus corazones. La diversidad no es solo un desafío, sino una oportunidad para crecer y aprender juntos."
Los chicos sonrieron, sintiendo que el aire fresco que rodeaba la ciénaga Doña María ahora también traía consigo unidad y amistad. Comprendieron que la convivencia no debía ser un obstáculo, sino un jardín en donde las flores diferentes podían florecer.
Desde entonces, Santa Teresa de Patiño se llenó de risas, juegos y colores, un lugar donde cada cultura brillaba con luz propia. Este nuevo jardín simbólico y el amor por el aprendizaje compartido se convirtieron en el corazón del colegio, recordándoles cada día lo hermosa que podía ser la diversidad.
Y así, en el regazo de la ciénaga Doña María, el colegio y su comunidad vivieron en alegría, creciendo juntos como lo hacen las ramas de los árboles en un bosque frondoso.
Fin.
FIN.