El Jardín de los Sentimientos
Era una mañana radiante en el jardín de infantes de la señora María Francisca, una educadora rubia con una gran sonrisa y un corazón lleno de amor por sus alumnos. Todos los días, María Francisca se despertaba con la misma energía:
"Hoy voy a enseñarles algo nuevo y divertido", pensaba mientras se arreglaba. Pero tenía un secreto: a veces, se sentía un poco gruñona por el trabajo que debía hacer. Sin embargo, eso no la detenía.
El jardín de infantes era un lugar mágico donde los pequeños aprendían sobre los colores, las formas y, sobre todo, sobre los sentimientos. María Francisca siempre les recordaba lo importante que era expresar lo que sentían.
"Si te sientes feliz, salta y ríe. Si estás triste, cuéntamelo y compartiremos un abrazo", les decía con ternura, mientras sus ojos brillaban con cariño.
Un día, mientras jugaban en el patio, uno de los niños, Tomi, se acercó con una expresión de preocupación.
"Señorita María Francisca, hoy no me siento bien, no tengo ganas de jugar..."
María Francisca se agachó a su nivel y lo abrazó suavemente.
"Está bien, Tomi. A veces tenemos días así. ¿Te gustaría que dibujemos juntos? Puedes dibujar cómo te sientes."
Tomi asintió, y juntos se fueron hacia su rincón de arte. Mientras dibujaban, la señora María Francisca le preguntó qué colores representaban sus sentimientos. Tomi comenzó a expresar cada emoción a través de sus lápices de colores.
"Este es el azul porque me siento triste a veces, y este amarillo es cuando estoy feliz, como cuando juego en el parque."
María Francisca sonrió.
"¡Es muy bello, Tomi! Ahí está la belleza de los sentimientos, tenemos muchos y es importantísimo reconocerlos. También podemos hablar sobre ellos, nunca estás solo en esto."
Unos días después, durante la hora del cuento, María Francisca decidió contar una historia sobre un zorro que se sentía inseguro y triste. Los niños estaban muy atentos.
"... y entonces, el zorro conoció a una ardilla que le enseñó cómo ser valiente y expresar lo que sentía. Poco a poco, el zorro descubrió que tenía amigos dispuestos a ayudarlo."
Al terminar la historia, los niños comenzaron a compartir sus propias emociones.
"Yo me siento como el zorro cuando me enojo con mi hermanito", dijo Lucía.
"¡A mí también me pasa!", exclamó Mateo.
María Francisca dijo,
"Verán, todos tenemos sentimientos, y eso es lo que nos hace especiales. Ayudarnos unos a otros es parte de crecer juntos."
Al día siguiente, mientras María Francisca se preparaba para el día, sintió un pequeño nudo en su estómago. Era su forma de expresar que no siempre estaba lista para ser la educadora amable y cariñosa que todos esperaban. Sin embargo, decidió que, como había enseñado a sus alumnos, era importante reconocer lo que sentía.
"Hoy seré auténtica, mostraré cada parte de mí en el aula", se dijo.
Mientras comenzaba la clase, notó que muchos niños estaban en silencio.
"¿Qué pasa, chicos?"
"Estamos preocupados por vos, no estás sonriente."
María Francisca, sorprendida y sonrojada, sonrió nuevamente.
"Es cierto, chicos, hoy me siento un poco cansada, pero estoy aquí con ustedes y eso es lo que importa. Gracias por preocuparse. ¿Qué les parece si hacemos un juego para alegrar el ambiente?"
Todos comenzaron a moverse, y poco a poco los risas llenaron el aula de buen humor. Después del juego, la señora María Francisca se sintió más liviana.
"Gracias por ayudarme a recordar que el amor y la alegría pueden compartirse, incluso en los días que no son tan brillantes. Recuerden, dar y recibir hace que todos nos sintamos mejor."
El final del día llegó, y antes de irse, María Francisca entregó a cada niño un pequeño dibujo que había hecho en silencio: un corazón lleno de colores.
"Esto es un recordatorio de que siempre estoy aquí para ustedes, así como ustedes están aquí para mí. Siempre juntos, en los buenos y en los no tan buenos momentos."
Los niños abrazaron a María Francisca, y ella supo que su arduo trabajo valía la pena. Aprendió, una vez más, que cada sentimiento es importante, tanto los buenos como los malos, y que siempre se puede encontrar alegría en los momentos más inesperados.
Y así, todos los días en el jardín de María Francisca, se llenaban de amor, comprensión y la magia de aprender a ser uno mismo.
Desde ese día, María Francisca nunca olvidó que ser empática y verdadera era su mejor herramienta como educadora y amiga. Y todos vivieron felices, aprendiendo unos de otros, como una gran familia.
FIN.