El Juego de los Sonidos
En un soleado día de primavera, en un pequeño barrio de Buenos Aires, un grupo de niños jugaba en el parque. Entre todos ellos estaba Mateo, un niño de diez años que tenía discapacidad visual. Aunque a veces le costaba seguir el ritmo de sus compañeros, eso no le quitaba las ganas de jugar y pasarlo bien.
"¡Vamos a jugar a la pelota!" - propuso Lola, la más entusiasta del grupo.
"Dale, pero Mateo no puede ver la pelota, ¿cómo va a jugar?" - dijo Tomás con cierta preocupación.
Mateo, que escuchó la conversación, sonrió y dijo:
"No se preocupen, yo puedo jugar. ¡Solo necesito un poco de ayuda!"
Los demás niños lo miraron intrigados.
"¿Cómo podríamos ayudarte?" - preguntó Emilia, que siempre estaba dispuesta a aprender.
Mateo pensó por un momento y luego respondió:
"Puedo escuchar muy bien. Pueden gritarme cuando me pasen la pelota y yo trataré de atraparla. ¡Incluso puedo ser el arquero!"
Los niños se miraron entre ellos y luego Lola dijo con entusiasmo:
"¡Está perfecto! Entonces, hagamos un círculo y así te podremos avisar cuando viene la pelota. ¡Vamos!"
Así, empezaron a jugar. Cada vez que la pelota iba hacia Mateo, los niños gritaban:
"¡Mateo, acá! ¡Atrás! ¡Lanzala!"
Mateo corrió con alegría y, en varias ocasiones, logró detener la pelota, convirtiéndose en el mejor arquero del juego. Todos aplaudían cuando él tocaba la pelota con sus manos. Pero de repente, en medio de un grito de emoción, la pelota se desvió y se perdió en la maleza.
"¡No puede ser! ¡Se fue lejos!" - exclamó Tomás, preocupado.
Mateo, que escuchó el eco de la pelota rebotar, dijo con determinación:
"No se preocupen. Puedo ayudar a encontrarla. Solo necesito que me guíen. ¿Dónde creen que fue?"
Lola se acercó y le explicó.
"Creo que fue hacia la derecha, Mateo. Pero hay un montón de plantas ahí. Tené cuidado."
Mateo escuchó y avanzó en la dirección que le habían indicado. Sintió las hojas crujir bajo sus pies y se movió despacio para no tropezar.
"¡Ya la escucho!" - grito con alegría.
"¡Sí! ¡Esa es!" - respondieron los niños, emocionados.
Cuando finalmente Mateo encontró la pelota, todos vitorearon.
"¡Sos un genio, Mateo!" - dijo Emilia.
Y así continuaron con su juego. El tiempo pasó volando, y todos se divirtieron, cada uno respetando el ritmo del otro. Al final del juego, los niños se sentaron en círculo a descansar.
"Mateo, gracias por jugar con nosotros. Realmente nos divertimos mucho. ¿Querés jugar de nuevo mañana?" - preguntó Tomás.
Mateo sonrió y respondió:
"¡Claro! Pero esta vez, yo quiero ser delantero."
Una nueva idea surgió entre los niños.
"Podemos practicar juntos. Te enseñaremos cómo correr y gritar cuando esté la pelota!" - propuso Lola.
Mateo asintió emocionado y, aunque los días siguientes hubo pequeños tropiezos, cada vez aprendía más y se divertía enormemente. Juntos, descubrieron cómo adaptar cada juego para que todos pudieran disfrutar.
Con el paso de las semanas, su amistad se fortaleció, y la empatía hacia las dificultades de Mateo hizo que cada uno de ellos se volviera más comprensivo y solidario. Al final del mes, los niños decidieron organizar un pequeño torneo de fútbol, donde todos, sin importar sus habilidades, pudieran participar y disfrutar del juego.
La historia de Mateo se convirtió así en una hermosa lección para todos. No solo aprendieron que todos son diferentes, sino que, con esfuerzo y colaboración, se pueden superar las barreras y vivir la alegría del juego juntos. Al cabo de un tiempo, Mateo fue el más feliz de todos, no solo porque jugaba, sino porque había encontrado grandes amigos que lo acompañaban en cada aventura del parque.
Y así, las risas y las aventuras continuaron, no solo con el juego de la pelota, sino también en cada rincón del parque donde la amistad florecía como las flores de primavera.
FIN.