El Lápiz Mágico de Mateo



Mateo era un niño que vivía en un futuro donde las máquinas hacían casi todo. Desde que se despertaba hasta que se iba a dormir, su vida estaba llena de dispositivos inteligentes que se encargaban de cada tarea. La comida se cocinaba sola, los juguetes se recogían automáticamente y hasta su cama se hacía sin que él tuviera que moverse. Pero había algo que preocupaba a Mateo: el arte.

Un día, mientras estaba en su escritorio dándole vueltas a sus pensamientos, se le ocurrió que tal vez, en algún momento, ya nadie necesitaría crear arte porque las máquinas lo harían por ellos.

- ¿Qué pasaría si el arte desapareciera? - se preguntó en voz alta, mientras miraba la pantalla de su computadora, iluminada por luces parpadeantes.

Mateo se sintió tan abrumado que decidió abrir una de las aplicaciones de su computadora llamada ‘Creador de Historias’. Era una máquina que generaba cuentos automáticamente. Después de pensarlo un rato, se armó de valor y decidió darle una oportunidad.

- ¡Crea un cuento sobre un mundo donde las máquinas son los únicos creadores de arte! - ordenó con un tono de incertidumbre. La pantalla parpadeó y comenzó a escribir.

Sin embargo, cuando terminó de leer la historia, su corazón no se sintió satisfecho. En el relato, las máquinas habían reemplazado por completo a los humanos en el arte, y la gente solo se dedicaba a cumplir órdenes.

- ¡No! - exclamó Mateo. - ¡Esto no puede ser!

Fue entonces cuando decidió que tenía que cambiarlo. Con el lápiz en la mano y su primera idea en la cabeza, respiró hondo y comenzó a escribir a mano, dejando de lado la máquina.

- Érase una vez un pequeño pueblo donde la gente había olvidado cómo crear arte. Dependían tanto de un Creador de Historias que ya no usaban su imaginación.

De pronto, una niña llamada Clara, quien siempre había amado dibujar, notó que en el cielo aparecía una sombra. Era una máquina gigante, como un enorme robot, que iba pintando nubes de colores.

- ¡Miren! - gritó Clara, señalando al cielo. - ¡Es maravilloso! Pero a su alrededor, los habitantes del pueblo estaban tan absortos en sus dispositivos que no prestaban atención. No se dieron cuenta de que la máquina estaba robándoles algo muy valioso: su creatividad.

Clara decidió que debía hacer algo. Convocó a sus amigos.

- Necesitamos recordar cómo crear arte por nuestra cuenta. ¡Vamos a hacer una muestra! - dijo ella con entusiasmo.

Los niños comenzaron a pintar, a crear esculturas de barro y a componer canciones.

- ¡Miren cómo florece la creatividad! - dijo Mateo, quien se había convertido en un narrador de las aventuras de Clara y sus amigos.

La máquina, al ver que la gente estaba disfrutando del arte que ellos mismos hacían, se detuvo. Por primera vez, los habitantes del pueblo notaron cómo su imaginación llenaba el aire con colores, risas y melodías.

Finalmente, Clara y sus amigos decidieron mostrar su obra a toda la comunidad.

- ¡Esto es solo el comienzo! - exclamó Clara, mirando a la multitud. - Podemos crear cualquier cosa si trabajamos juntos.

La máquina, en lugar de sentirse ofendida, también quedó emocionada con la creatividad de los niños. Así, decidió unirse a ellos, ayudando a hacer murales y organizando conciertos, pero nunca más reemplazando su imaginación. El pueblo aprendió que la verdadera magia del arte venía del corazón humano, y que las máquinas podían acompañarlos, pero jamás sustituir lo que ellos eran capaces de crear.

Mateo sonrió mientras observaba cómo su historia se iba llenando de vida y color, sabiendo que el arte siempre tendría un lugar especial en el corazón de las personas, ninguna máquina podría quitar eso.

- ¡Listo! - exclamó Mateo, agachándose para cubrir su historia con un puñado de colores y dibujos. - ¡Este es mi cuento!

Al final, Mateo comprendió lo que realmente importaba: mientras las máquinas pueden ser herramientas, el arte y la imaginación siempre pertenecerán a quienes se atrevan a soñar y a crear.

FIN.

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