El Lobo de Nueva York



Era un soleado sábado en Nueva York y un niño llamado Tomás estaba muy emocionado. Su mamá lo había llevado al zoológico. Desde que había escuchado historias sobre San Francisco de Asís, Tomás siempre había querido ser un amigo de los animales, como el santo.

Mientras caminaba por el zoológico, Tomás admiraba a las criaturas que lo rodeaban: los coloridos loros, los juguetones monos y, especialmente, los majestuosos lobos. Se acercó a la jaula de los lobos y, con la mirada iluminada, dijo:

"¡Mirá, mamá! ¡Son hermosos!"

"Sí, Tomás, son animales fascinantes. Pero hay que tener cuidado porque son salvajes", respondió su mamá.

De repente, un gran estruendo sacudió el lugar. Una de las jaulas se había abierto accidentalmente, y un lobo gris salió corriendo. Tomás y los demás visitantes se alarmaron. El lobo, asustado y confundido, comenzó a correr por el zoológico, y todos los adultos gritaron para pedir ayuda.

Tomás se acordó de una historia que su maestra le había contado sobre San Francisco de Asís y el lobo de Gubbio. En esa historia, el santo logró hacer las paces con un lobo que aterrorizaba a un pueblo. Entonces, un destello de valentía iluminó el corazón del niño.

"¡Tengo que ayudarlo!" pensó Tomás mientras corría tras el lobo.

El lobo se detuvo frente a un estanque, temblando, y Tomás se acercó con cuidado. Se agachó para hablarle con una voz suave y tranquila:

"Hola, amigo lobo. No tengo miedo de vos. ¿Por qué estás tan angustiado?"

El lobo lo miró, y aunque sus ojos estaban llenos de temor, parecía escuchar. Tomás recordó cómo San Francisco había tratado al lobo con amabilidad.

"Sé que no entendés lo que está pasando. A veces las personas no saben cómo dejarte en paz. Pero no tienes que huir", siguió el niño, estirando su mano con un pedazo de carne seca que había traído como refrigerio.

El lobo olfateó el aire, sintiendo el aroma de la comida, pero seguía indeciso.

"Es solo un pedacito de comida. No voy a hacerte daño. Déjame ayudarte", agregó Tomás, con la sonrisa más amplia que pudo.

Después de unos momentos que parecieron eternos, el lobo se acercó lentamente. Tomás sintió su corazón latir con fuerza.

"Eso es, amigo. Tranquilo...", murmuró, mientras el lobo finalmente aceptaba la comida.

De repente, unas personas del zoológico llegaron corriendo, gritando sobre la seguridad del lugar. Tomás, al verlos, se dio cuenta de que su momento de calma solo iba a durar un instante más.

"¡No! ¡Espera!", dijo Tomás al personal.

"No le griten, él solo tiene miedo. ¡Está bien!"

FIN.

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