El misterio de la mansión olvidada
Era un caluroso día de verano en el pequeño pueblo de San Juanito. Todos los niños del barrio jugaban en la plaza, pero uno, Tomás, sentía que faltaba algo en su vida. Desde que su familia se mudó a ese pueblo, no había hecho grandes amigos y a menudo se sentía solo.
Un día, mientras exploraba los alrededores, Tomás escuchó rumores sobre una mansión abandonada al final de la calle. Los vecinos decían que estaba llena de secretos y que nadie se animaba a acercarse. Intrigado por las historias y con un toque de valentía, decidió que al día siguiente, él también iría a investigar.
Ya era de noche cuando Tomás llegó a la gran mansión. Las ventanas estaban cubiertas de polvo y telarañas. Una luna llena iluminaba el lugar, dándole un aire misterioso. De repente, escuchó un ruido a sus espaldas.
- ¡Ah! -gritó Tomás, dándose vuelta. Era sólo un gato negro que salió corriendo. Se rió al darse cuenta que había dejado que su imaginación lo asustara. Con un fuerte respiro, se acercó a la puerta principal, que se abría con un crujido.
Dentro de la mansión había un salón que antes debió ser magnífico, con grandes candelabros y muebles cubiertos de sábanas. Mientras exploraba, escuchó un llanto. Sigilosamente siguió el sonido y encontró a una pequeña niña, de cabello rizado, sentada en el suelo, rodeada de juguetes rotos.
- ¿Quién sos? -preguntó Tomás, sorprendido.
- Me llamo Lucía -respondió la niña, limpiándose las lágrimas-. Vivo aquí, pero nadie viene a jugar conmigo. Todos dicen que esta mansión está embrujada.
- ¡No está embrujada! -dijo Tomás, decidido a demostrarlo-. Ven, juguemos juntos.
Lucía lo miró con curiosidad. A pesar de vivir en la mansión, nunca había tenido un amigo. Juntos empezaron a reconstruir los viejos juguetes. Con cada risa, la mansión se iba llenando de vida.
- Sabés, no tiene que ser así -dijo Tomás-. Podemos hacer que la gente se asome a la mansión y vea que no hay nada de qué tener miedo.
- Pero... ¿cómo vamos a hacerlo? -preguntó Lucía.
- Vamos a organizar una fiesta. Invitemos a todos los niños del pueblo -propuso Tomás, emocionado.
Con el tiempo, Tomás y Lucía trabajaron juntas, limpiando la mansión, arreglando los juguetes y decorándola. Al llegar el día de la fiesta, decoraron la entrada con globos y banderines. La emoción crecía mientras los niños del pueblo llegaban, curiosos por la mansión.
- ¡Hola! -saludó Tomás al grupo. -¡Bienvenidos a nuestra fiesta!
Los niños, al principio prudentes, empezaron a reír y jugar. La mansión se llenó de alegría y risas. Todos quedaron fascinados con los juegos y la sorpresiva belleza del lugar.
- ¿Vieron? No hay por qué tenerle miedo a la mansión -dijo Lucía, feliz de ver a tantos niños disfrutando.
Desde aquel día, la mansión dejó de ser un lugar temido y se convirtió en un espacio de juegos y risas. Tomás y Lucía se hicieron los mejores amigos, demostrando que a veces, solo se necesita valor para descubrir lo maravilloso que hay detrás de lo desconocido.
Con el paso del tiempo, la mansión se transformó en la sede del club de aventuras del pueblo. Cada semana, los niños se reunían allí para jugar, crear y descubrir nuevos tesoros.
- ¡Mirá lo que encontré! -exclamaba Lucía una tarde, mostrando un viejo libro de cuentos. -Podemos leerlo juntos y hacer teatro.
De este modo, Tomás y Lucía aprendieron que la amistad y el coraje pueden cambiar la forma en que vemos el mundo. No importa cuán solitario nos sintamos, siempre hay una oportunidad para encontrar amigos nuevos y crear momentos mágicos.
Y así, la mansión olvidada se llenó de risas, creatividad y amor, convirtiéndose en un lugar de unión donde los niños podían soñar y ser felices.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
FIN.