El Misterio del Anacaguita



Era un hermoso día en la ESCUELA 332. Los niños corrían y jugaban durante el recreo, llenando el patio de risas y alegría. La maestra Daniella, siempre atenta, se situaba bajo el imponente árbol de anacaguita que adornaba el jardín de la escuela. Con su sombra fresca, era el lugar perfecto para contar historias y compartir aventuras.

—¡Miren! ¡El árbol de anacaguita es el más grande de todos! —exclamó Tomás, señalando hacia la enorme copa verde.

—Es un árbol muy especial, Tomás. Dicen que es mágico, —respondió la maestra Daniella con una sonrisa—. Pero hay que tratarlo con respeto.

Los niños miraron intrigados al árbol, sus hojas brillando con el sol.

—¿Mágico? —preguntó Sofía, con sus ojos llenos de curiosidad.

—Sí, algunos dicen que si se le cuenta un secreto, ese árbol puede ayudar a cumplir un deseo —dijo la maestra Daniella, acercándose un poco más.

Los niños comenzaron a murmurar entre ellos, emocionados por la posibilidad de que sus deseos se hicieran realidad.

—Maestra, yo deseo ser futbolista —dijo Lucas, con su balón de fútbol bajo el brazo.

—Y yo quiero ser artista —agregó Valentina, haciendo gestos con sus manos.

Así, uno tras otro, los niños fueron expresando sus deseos, hasta que llegó el turno de Mateo. Este pequeño, más tímido que los demás, se quedó callado.

—¿Y vos, Mateo? ¿Cuál es tu deseo? —preguntó la maestra, invitándolo a compartir.

—Yo... yo solo quiero que mis amigos siempre estén conmigo —dijo Mateo, mirando al suelo con una sonrisa un poco triste.

Todos lo miraron, conscientes de que a veces Mateo se sentía apartado del grupo.

—¡Eso es realmente bonito, Mateo! —exclamó la maestra Daniella—. La amistad es el mejor deseo que uno puede tener.

Con este nuevo aire, la maestra sugirió que cada uno se acercara al árbol para contarle su deseo en voz baja.

Mientras cada niño se turnaba, algo inesperado comenzó a suceder. El viento sopló suave, haciendo que las hojas del anacaguita susurraran.

—¡Miren! ¡El árbol está respondiendo! —gritó Emily, sorprendida.

—Tal vez le gusten nuestros deseos —dijo Lucas.

Pero de repente, una de las ramas más bajas del árbol empezó a moverse. Los niños retrocedieron asustados.

—No se preocupen, quizás solo quiere jugar —dijo la maestra, riendo suave—. Ya sé, hagámonos amigos del árbol.

Entonces, Daniella pensó en una idea. —¡Formemos un círculo alrededor del árbol y bailemos! Así, quizás el árbol compartirá su magia—.

Los niños comenzaron a dar vueltas alrededor del anacaguita, cantando y riendo. Pero mientras bailaban, el árbol volvió a mecerse, y esta vez, una pequeña hoja brillante cayó, aterrizando suavemente en las manos de Mateo.

—¡Mirá! ¡Es para vos! —dijo Valentina emocionada.

Mateo levantó la mirada, sorprendido. —¿Me… me eligió a mí?

—¡Sí! —respondieron a coro sus amigos—. ¡Es un regalo del árbol!

La maestra se acercó a Mateo, impulsándolo a sostener la hoja con cuidado.

—Quizás esta hoja sea un símbolo de tu deseo —le susurró la maestra—. Recuerda que la amistad siempre crece, ¡solo hay que cuidarla!

Al final del recreo, con el corazón lleno de alegría y nuevas promesas, decidieron que harían algo especial cada semana para fortalecer su amistad: juegos, confidencias y sobre todo, días donde cada uno tuviera la oportunidad de ser escuchado.

A partir de ese día, el árbol de anacaguita se convirtió en el lugar sagrado de la amistad. No solo ayudaba a cumplir deseos, sino que unía a los niños en cada rincón del patio, recordándoles que los verdaderos tesoros en la vida son los amigos que los acompañan en cada aventura.

Y así, la maestra Daniella pensó que, a veces, la verdadera magia no está en los deseos cumplir sino en la felicidad de estar juntos.

Fin.

FIN.

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