El Misterioso Viaje de Kiko



En un pequeño pueblo rodeado de montañas, vivía un curioso pajarito llamado Kiko. Siempre volaba de aquí para allá, y un día escuchó de dos ardillas, Nube y Rayo, hablando de un bosque encantado lleno de frutas mágicas.

-Kiko, ¿sabías que en el bosque encantado hay frutas que te hacen volar más alto? -dijo Nube.

-No, no lo sabía, pero me encantaría probarlas -respondió Kiko con ojos brillantes.

Sin pensarlo dos veces, Kiko decidió ir en busca de esas frutas. Se despidió de sus amigos y, con su pequeño corazón latiendo de emoción, voló en dirección al misterioso bosque.

Al llegar, el lugar era aún más hermoso de lo que había imaginado. Árboles altos, flores de todos los colores y un cielo radiante le daban la bienvenida. Sin embargo, muy pronto, se dio cuenta de que el bosque tenía un secreto.

Mientras buscaba las frutas mágicas, Kiko se encontró con un gran y anciano árbol, que parecía hablar.

-Hola, pequeño pajarito. ¿Qué te trae por aquí? -preguntó el árbol con voz profunda.

-Vengo en busca de frutas mágicas que me hagan volar más alto -respondió Kiko entusiasmado.

-Para encontrar lo que deseas, primero debes ayudar a otros -dijo el árbol sabiamente.

-¿Ayudar? ¿A quién? -preguntó Kiko, un poco confundido.

-A las criaturas que habitan en este bosque. Cada uno necesita algo, y tú tienes la habilidad de ayudarles con tu vuelo -explicó el árbol.

Kiko pensó en ello y decidió que podía ayudar. Primero, escuchó a una tortuga llamada Lila que intentaba cruzar un pequeño arroyo.

-¡Hola, tortuguita! ¿Puedo ayudarte? -preguntó Kiko.

-Oh, sí, por favor. No puedo cruzar solo y tengo que llegar a la otra orilla -respondió Lila, algo preocupada.

Sin vacilar, Kiko usó sus alas para recoger a Lila cuidadosamente y volarla hasta el otro lado.

-¡Gracias, Kiko! -dijo Lila feliz. -¡Eres muy valiente!

Después, Kiko oyó un grito de ayuda de un pequeño conejo que había perdido su camino por el bosque. Esto lo hizo sentir que debía ayudar también a ese amigo.

-¿Qué te pasa, conejito? -preguntó Kiko al acercarse.

-No puedo encontrar mi casa. Me he perdido -lloriqueó el conejito.

-No te preocupes, ven, yo te llevaré -dijo Kiko.

Así, voló en redondo a través de los árboles, guiando al pequeño conejo de vuelta a su hogar.

-¡Eres el mejor! -dijo el conejito lleno de alegría.

Mientras tanto, el anciano árbol observaba todo lo que Kiko estaba haciendo desde la distancia, y sonreía. Kiko continuó ayudando a más criaturas: un pájaro que no podía alcanzar su nido, un erizo que quería cruzar un camino espinoso, y muchos más.

Finalmente, después de un ajetreado día de ayudar a los demás, Kiko regresó al anciano árbol.

-He ayudado a muchos en el bosque, y me siento muy feliz -dijo Kiko. -¿Eso significa que ahora puedo encontrar la fruta mágica?

-Por supuesto, querido pajarito. Has demostrado tener un gran corazón. La fruta mágica está justo al final del sendero -le indicó el árbol sabio, señalando un camino lleno de colores brillantes.

Kiko siguió el sendero y encontró un árbol repleto de frutas brillantes que resplandecían bajo el sol. Con un solo bocado, sintió cómo su cuerpo se llenaba de energía y alegría por ayudar a sus nuevos amigos.

Por fin, Kiko voló más alto que nunca, no porque la fruta lo hiciera volar, sino porque las acciones de su corazón lo elevaron.

-¡Gracias, bosque encantado! -gritó Kiko mientras danzaba en el aire, sintiéndose el pajarito más libre del mundo.

Desde ese día, Kiko no solo disfrutó volar, sino que aprendió que ayudar a los demás también lo hacía sentirse grande. Y así, acudió cada día al bosque para ayudarlos, manteniendo viva la llama de la bondad.

Y cuando regresaba a casa, siempre les contaba a sus amigos sobre sus aventuras, inspirándolos a ayudar también a los demás. Pero, en el fondo, sabía que la verdadera magia estaba en el corazón de cada uno.

Y así, Kiko se convirtió en el pajarito más querido del bosque, recordando siempre que volar más alto es posible cuando uno se preocupa por los demás.

El bosque encantado continuó creciendo y llenándose de risas, porque cada pequeño gesto de ayuda multiplicaba la alegría.

.

FIN.

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