El Mundo de Tomás



Tomás era un niño de diez años que vivía en un pequeño barrio de Buenos Aires. Era un niño especial, con una forma única de ver el mundo que a veces lo hacía sentir diferente. A pesar de su amor por los trenes y los coches, a veces le costaba comunicarse y entender a sus compañeros en la escuela.

Una mañana, Tomás se despertó con un brillo en sus ojos. Era el día de la excursión a la fábrica de trenes. En el desayuno, su mamá le dijo:

"Tomás, ¿estás emocionado por la excursión hoy?"

"Sí, los trenes son geniales. Quiero ver cómo los hacen, mamá," respondió Tomás, mientras se terminaba su tostada.

"Recuerda, Tomi, que es importante escuchar a los demás y participar en las actividades con tus amigos," le recordó su mamá.

Tomás asintió, pero se sentía un poco nervioso. Sabía que habría muchos niños alrededor y que a veces eso le resultaba abrumador. Al llegar a la escuela, sus compañeros lo saludaron:

"¡Hola, Tomás! ¿Listo para ver los trenes?" gritó Jimena, una niña de su clase.

"Sí, sí, totalmente..." dijo Tomás, intentando sonreír.

A medida que se acercaban a la fábrica, él observaba todo con mucho interés. Al llegar, el guía les mostró varios trenes en diferentes etapas de producción. Tomás estaba en su mundo.

"¿Puedo tocarlo?" preguntó con entusiasmo, señalando un tren que parecía recién pintado.

"Claro, pero con mucho cuidado," respondió el guía. Tomás, con sus manos temblorosas, tocó la superficie fría del tren. Era como un sueño para él.

Sin embargo, mientras el grupo se movía hacia una sala de proyección para ver un video sobre la historia de los trenes, Tomás sintió que todo se volvía caótico. Muchos niños conversaban al mismo tiempo, y eso lo hizo sentir incómodo. Se acercó a un rincón y empezó a balancearse ligeramente, algo que hacía cuando se sentía abrumado.

El profesor, Don Carlos, lo vio y se acercó:

"Tomás, ¿te sientes bien?"

"No sé, hay mucha gente..." murmuró Tomás.

"¿Quieres que vayamos afuera un rato? Puede ser más tranquilo," sugirió Don Carlos.

Tomás asintió, y juntos salieron al aire libre. Allí, sólo se escuchaban las aves y el ruido lejano de los trenes.

"A veces, cuando hay mucho ruido y mucha gente, es bueno tomarse un momento para respirar, ¿no?" le dijo Don Carlos.

"Sí, es que a mí me gustan los trenes, pero también me gusta estar solo a veces," confesó Tomás, dedicando su mirada a un tren que pasaba por las vías.

"Está bien. Todos necesitamos un espacio para sentirnos cómodos. ¿Te gustaría contarme más sobre tu tren favorito después de la excursión?" le preguntó Don Carlos con una sonrisa.

"Sí, sí, el que tiene tantos colores..." respondió Tomás, alzando un poco la voz mientras se emocionaba.

Finalmente, regresaron al grupo, y Tomás se sintió un poco mejor. En el bus de vuelta, algunas de sus compañeras empezaron a hablar sobre el viaje. Jimena, que estaba sentada a su lado, dijo:

"Tomás, me encantó cuando tocaste el tren. ¿Cómo sabes tanto sobre ellos?"

"Me gustan los trenes porque son como... viajeros que cuentan historias," respondió Tomás, emocionado.

"Yo no sé mucho de trenes, pero estoy aprendiendo. ¡Deberías contarnos más la próxima vez!" dijo Jimena.

Al llegar a la escuela, Tomás se sintió feliz por haber compartido su amor por los trenes, y eso le dio un poco más de confianza. Esa misma tarde, se sentó con su mamá para dibujar. Tomás dibujó un tren enorme lleno de colores vibrantes.

"Mamá, mira lo que hice," dijo emocionado.

"¡Es hermoso, Tomás! Tienes un talento increíble," le dijo su mamá mientras abría grandes los ojos.

"Quiero mostrarlo en la clase de arte la próxima semana," dijo Tomás.

El día siguiente, Tomás llegó a la escuela decidido. En la clase de arte, mostró su dibujo:

"Este es el tren que quiero que todos vean. Se llama ‘Tren de los sueños’ porque me gusta pensar que puede llevarme a lugares mágicos," expuso Tomás con valentía.

Los demás niños lo miraron, algunos sorprendidos y otros con curiosidad.

"¡Es increíble, Tomás! ," dijo Jimena.

"Yo quiero viajar en ese tren," agregó un niño del fondo.

"¿Podríamos hacer un tren de cartón para jugar?" sugerió, entusiasmada, una de sus compañeras.

Entre todos, decidieron hacer un tren de cartón enorme para la clase, y Tomás, por primera vez, se sintió parte de algo grande. Desde ese día, su vida cotidiana comenzó a cambiar.

Los demás comenzaron a invitarlo a jugar, y se dio cuenta de que podía compartir su pasión con otros. Ahora, no solo era el niño que amaba los trenes, sino también un amigo con quien todos querían estar.

El tiempo pasó, y cada semana, Tomás hacía algo nuevo con sus compañeros. Las aulas se llenaron de ruidos de risas y creaciones. Tomás aprendió a expresar sus sentimientos y a pedir ayuda cuando la necesitaba. Se dio cuenta de quienes lo rodeaban también podían ser un apoyo.

Un día, mientras estaba en casa, su mamá entró a su habitación.

"Tomás, ¿cómo te sientes en la escuela ahora?"

"Me siento bien, mamá. Tengo amigos y hasta armamos un tren de cartón. ¡Fue divertido!"

"Me alegra mucho escuchar eso, hijo. Siempre has tenido un gran corazón y una manera especial de ver el mundo," le dijo su mamá con ternura.

"Sí, y ahora también tengo amigos con quienes compartirlo," terminó Tomás, con una sonrisa deslumbrante.

Y así, aunque Tomás seguía siendo diferente, también había encontrado su lugar en el mundo. A veces todavía se sentía abrumado, pero ahora sabía que podía contar con sus amigos, su mamá y su pasión por los trenes para atravesar cualquier desafío. Cada día era una aventura, y cada tren que pasaba era un recordatorio de que, no importa cuán complicado se pusiera todo, siempre había algo hermoso por descubrir.

Y, al final, eso era lo que hacía que su vida cotidiana fuera realmente especial.

FIN.

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