El niño que aprendió a ser sincero



En un pequeño caserío rodeado de montañas y ríos, vivía un niño llamado Julián. Era un niño lleno de energía y siempre tenía una sonrisa en la cara, aunque a veces, esa risa venía acompañada de metidas de pata y mentiras. Julián tenía un perro llamado Leo, su mejor amigo y cómplice en muchas travesuras.

Julián era muy inteligente. Le encantaba jugar con las matemáticas y sabía sembrar verduras en el pequeño huerto que tenían en su casa. Sabía nadar y navegar en canoa, pero había algo que no estaba bien en su corazón. Aunque era cariñoso y se reía mucho, a veces decía palabrotas y hablaba mal de los demás. Además, sentía envidia de sus amigos por lo que tenían. A veces, para compartir un juguete o algo que le gustaba, robaba en secreto sin darse cuenta del daño que hacía.

Un día, mientras jugaba con Leo, escuchó risas que provenían de la plaza del pueblo. Se acercó y vio a sus amigos jugando a un juego que él quería.

- “¡Eh, mirá! Ellos se divierten sin mí”, pensó Julián, sintiendo que una punzada de envidia le recorría el pecho.

Entonces, decidió que debía hacer algo para unirse a ellos. Así que en lugar de pedir permiso, se robó un par de pelotas de un comercio cercano. Cuando llegó a la plaza y lanzó las pelotas, todos se divirtieron al principio, pero enseguida alguien dijo:

- “Che, Julián, ¿no las trajiste de tu casa? ”

Julián se quedó en silencio y su risa se apagó. En ese momento, su amigo Mateo, que siempre decía la verdad, lo miró con decepción.

- “Julián, no es divertido jugar si no somos honestos. ¿Por qué no nos dijiste que querías jugar con nosotros? ”

Julián sintió que se le hundía el corazón. Se dio cuenta de que sus mentiras solo le traían problemas. Decidió que era momento de cambiar, de ser sincero con sus amigos y consigo mismo.

Al día siguiente, Julián se acercó a sus amigos y les dijo:

- “Chicos, tengo que contarles algo. Me siento mal por haberme robado las pelotas. No sabía cómo pedirles que quería jugar. Perdón.”

Sus amigos lo miraron sorprendidos, y Mateo sonrió.

- “Gracias por decir la verdad, Julián. Cámara, ¿jugamos juntos? No hace falta que robes. Siempre podemos compartir.”

Julián, aliviado, sintió que volver a reír y jugar le daba una sensación de felicidad más profunda que antes. Desde ese día, comenzó a sembrar en su huerto no solo verduras, sino también buenas acciones.

Cada vez que sentía la tentación de mentir o robar, recordaba lo que había vivido aquel día en la plaza.

- “Ser sincero trae más alegría que cualquier mentira”, se decía a sí mismo.

Julián y Leo se volvieron populares en el caserío, no solo por sus habilidades con la canoa o las matemáticas, sino porque Julián había aprendido a ser un amigo verdadero.

Y así, gracias a su valentía por enfrentar sus errores, nunca más dejó que la envidia o la mentira se interpusieran entre él y sus amigos. En lugar de robar, empezó a compartir y a sembrar amistad alrededor. La risa de Julián resonaba ahora más fuerte que nunca.

Los días pasaron y su vida se llenó de nuevos juegos, risas y, sobre todo, sinceridad. Y cada día, junto a su perro Leo, decidió ser el mejor Julián que podía ser, para él y para los que lo rodeaban.

FIN.

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