El niño que no quería comer lisas
Había una vez en un pequeño pueblo un niño llamado Mateo. A Mateo le encantaban los chocolates, los caramelos y todas las golosinas, pero había algo que nunca, nunca quería comer: las lisas, unos deliciosos y coloridos vegetales que su mamá siempre servía en la mesa.
Un día, su mamá, la señora Clara, decidió que era hora de enfrentar la situación. Mientras Mateo jugaba en el jardín, ella lo llamó.
"¡Mateo! Ven un momento, por favor. Te quiero mostrar algo".
Mateo corrió hacia la cocina, curioso.
"¿Qué es, mamá?"
La señora Clara le mostró una bandeja llena de lisas.
"Mirá las lisas que compré. Son muy buenas para crecer fuerte y sano. Además, ¡hacen que tu piel brille como el sol!".
Mateo frunció el ceño.
"No me gustan las lisas. Quiero comer solo chocolate".
Su mamá suspiró.
"Entiendo que te gusten las golosinas, pero las lisas también son riquísimas. ¿Por qué no las pruebas?".
Mateo negaba con la cabeza.
"No me gustan, y no las voy a comer".
Un día, en el colegio, su maestra, la seño Ana, organizó una actividad sobre la huerta.
"Hoy vamos a aprender sobre los vegetales y su importancia".
"¿Por qué son importantes?" - preguntó Mateo, con desinterés.
La seño Ana, siempre sonriente, respondió:
"Los vegetales son nuestra fuente de energía. Sin ellos, no podríamos correr, jugar y aprender. ¡Vamos a plantar algunas semillas para ver cómo crecen!".
Mateo, intrigado, participó en la actividad. Plantó semillas de lisas junto a sus compañeros. Durante las siguientes semanas, regaron, cuidaron y vieron cómo las plantas empezaban a crecer.
Un día, la seño Ana les dijo:
"Hoy vamos a hacer una ensalada con nuestras lisas. Estoy muy orgullosa de lo que han logrado".
Mateo sintió un cosquilleo de curiosidad.
"¿De verdad? Vamos a comer lo que sembramos"?
La seño Ana sonrió.
"Exacto, Mateo. Comeremos lo que hemos cultivado con nuestras propias manos".
Ese día, mientras todos estaban en la mesa probando la ensalada de lisas, Mateo miró a su alrededor. Todos parecían disfrutarla.
"¿Y si le echo un poquito de salsa?" - pensó, decidido a probar.
Se acercó a la fuente y sirvió un poco de ensalada en su plato, le puso un poco de salsa y cerró los ojos mientras daba su primer bocado.
"Mmm, no está tan mal" - se sorprendió a sí mismo.
Desde ese día, Mateo comenzó a comer lisas de a poco. Se dio cuenta de que no solo se sentía bien después de comerlas, sino que también estaban riquísimas.
Pasaron algunas semanas y, en casa, la señora Clara observaba cómo Mateo se sentaba a la mesa con más entusiasmo.
"¿Vos ahora comes lisas, Mateo?"
"Sí, mamá. ¡Son geniales!" - exclamó Mateo con una gran sonrisa.
Un día, decidió invitar a algunos amigos a jugar en su casa. A todos, les preguntó si querían probar las lisas que cuidaron en la escuela.
"¡Vengan a probar!" - les dijo emocionado.
Sus amigos aceptaron entusiasmados y se quedaron maravillados con la ensalada que les preparó.
"¡No sabía que podían estar tan buenas!" - dijo uno de sus amigos.
Mateo sonrió, feliz de compartir algo que antes no le gustaba. Desde aquel día, las lisas se convirtieron en uno de sus platos favoritos, y siempre que podía, invitaba a sus amigos a disfrutar de una rica ensalada.
Y así, Mateo aprendió que a veces, lo que no nos gusta puede darnos muchas sorpresas. Después de todo, probar cosas nuevas es parte de crecer y vivir aventuras. El pueblo siguió siendo pequeño, pero cada vez más niños empezaron a amar las lisas.
Y cada vez que alguien les preguntaba qué las hacía tan especiales, Mateo sonreía y respondía:
"Porque con un poco de curiosidad, podemos descubrir lo rico que es comer lo que cultivamos con nuestras propias manos".
Y así, el pequeño Mateo se convirtió en un gran defensor de las lisas, enseñando a otros lo importante que era probar cosas nuevas y cuidar del medio ambiente a través de la agricultura.
Y colorín colorado, ¡este cuento se ha terminado!
FIN.