El niño y el bosque encantado
Había una vez un niño llamado Tomás que vivía en un pequeño pueblo rodeado de un inmenso bosque. Tomás era curioso y aventurero, siempre soñando con descubrir los secretos que la naturaleza escondía. Un día, mientras exploraba el límite del bosque, se dio cuenta de que había caminado más allá de donde había ido antes.
- ¡Mirá qué lindo árbol! - exclamó Tomás, maravillado por la altura de un roble gigante que encontraba.
Mientras seguía admirando el paisaje, de repente, se dio cuenta de que no sabía cómo regresar a casa. El sol empezaba a ocultarse, y la sombra del bosque se volvió más densa.
- Oh, no... estoy perdido - murmuró Tomás, sintiendo un nudo en su estómago.
Decidido a no rendirse, Tomás recordó lo que su mamá le había enseñado.
- Si alguna vez te pierdes, busca un lugar familiar - se dijo a sí mismo.
Tomás decidió buscar un claro que había visto antes. Comenzó a caminar, más atento a su alrededor, pero cada árbol parecía verse igual. En su trayecto, se encontró con un simpático conejo que lo miraba curioso.
- ¡Hola, señor conejo! - saludó Tomás.
- Hola, niño. ¿Por qué pareces tan preocupado? - le respondió el conejo, limpiándose una oreja.
- Estoy perdido y no sé cómo volver a casa. - dijo Tomás, con la voz entrecortada.
- No te preocupes, yo puedo ayudarte. Podemos buscar el arroyo, siempre lleva a un lugar conocido. - ofreció el conejo.
Tomás, aliviado, siguió al conejo con cuidado. Mientras caminaban, el conejo le enseñó un montón de cosas sobre el bosque. Le mostró cómo identificar diferentes plantas y animales, y cómo algunos árboles eran más viejos que el pueblo donde vivía.
- ¡Mirá esa flor! Es una orquídea silvestre. Solo crece en este bosque. - dijo el conejo, señalando una hermosa flor violetada.
- ¡Qué hermosa! - exclamó Tomás, sintiéndose un poco más feliz.
Pero a medida que avanzaban, las cosas se complicaron. De repente, un fuerte viento comenzó a soplar, y hojas secas volaron por todos lados. Tomás se asustó y perdió de vista al conejo.
- ¡Conejo, espera! - gritó, pero no había respuesta.
Tomás se sintió muy solo y un poco aterrorizado. Pensó en rendirse, pero recordó lo que su mamá siempre decía: "Nunca te rindas, siempre hay una salida."
Con determinación, decidió que debía encontrar el arroyo por su cuenta. Luego de caminar un poco más, escuchó un leve murmullo del agua.
- ¡Por fin! - gritó, corriendo hacia el sonido.
Al llegar al arroyo, notó que el agua era clara y brillante. Siguió el camino del arroyo, y después de unos minutos de caminata, se encontró de nuevo con el conejo.
- ¿Dónde estabas? - preguntó el conejo curioso.
- Me perdí un momento, pero encontré el arroyo. - respondió Tomás, contento.
- ¡Eso es genial! Ahora sigamos, seguro que estamos cerca del camino. - dijo el conejo alegremente.
Finalmente, Tomás y el conejo llegaron a un lugar que le era familiar. Era un claro que había visitado con su familia.
- ¡Mirá Tomás! ¡Es el lugar de picnic donde estuve con tu familia! - dijo el conejo.
Tomás sonrió de oreja a oreja.
- ¡Sí! Estoy cerca de casa. Gracias, querido conejo, nunca lo habría logrado sin ti. - le dijo Tomás, sintiéndose muy agradecido.
- Recuerda, amigo, siempre es importante observar y aprender sobre el lugar donde estás. La naturaleza puede ser tu mejor guía. - le aconsejó el conejo con un guiño.
Así, Tomás encontró el camino de regreso a casa, donde su familia lo estaba buscando y, una vez allí, les contó sobre su aventura y todo lo que había aprendido. Prometió nunca más alejarse demasiado y siempre prestar atención a su entorno. Desde ese día, Tomás sintió una conexión aún más profunda con el bosque y visitaba al conejo con frecuencia, siempre aprendiendo algo nuevo y compartiendo sus propias historias.
Y así, Tomás no solo aprendió a no rendirse, sino también a observar y respetar la naturaleza que lo rodeaba. Y él vivió maravillas en su pequeño mundo encantado.
FIN.