El niño y el payaso de la ilusión



En un pequeño y colorido pueblo, donde las casas parecían dibujadas de colores brillantes, vivía un niño llamado Mateo. Mateo tenía diecisiete años y, a pesar de su corta vida, había visto la decadencia de su pueblo cuando la fábrica de juguetes cerró. La tristeza llenaba el aire grisáceo y todo lo que antes era divertido se volvió nocivo para su ánimo.

Un día, caminando por la plaza, Mateo escuchó risas y una melodía alegre. Siguiendo el sonido, se encontró con un payaso que tenía una nariz roja, un gran sombrero y un monóculo que le daba un aire de importancia.

"¡Hola, niño! Soy Rouco, el payaso de la ilusión. ¿Te gustaría ver algo especial?" - preguntó el payaso mientras hacía malabares con tres pelotas de colores.

Mateo, intrigado, asintió. "Claro, ¿qué es?" - respondió.

Rouco sonrió de oreja a oreja. "Voy a mostrarte cómo encontrar la alegría en los lugares más inesperados. Solo necesitas un poco de imaginación y valor. ¡Vamos!"

Sin entender del todo, Mateo siguió al payaso mientras él lo guiaba por el pueblo. En cada esquina y en cada rincón, Rouco le enseñaba a mirar más allá de lo evidente. En un lugar donde se encontraba un viejo parque que alguna vez había sido vibrante y ahora se encontraba en decadencia, Rouco dijo: "Mirá con atención, Mateo. ¿No ves la belleza de lo que fue?"

"Pero está todo roto y grisáceo" - respondía Mateo, sintiéndose un poco rígido ante la idea.

"Eso es solo una ilusión. ¿Y si te digo que cada pieza rota tiene una historia que contar?" - y con sus manos comenzó a tocar las flores marchitas, "Cada una de estas flores tiene una magia guardada. Las historias no se acaban, solo cambian, ¡ven!"

Moviendo su varita, Rueco hizo que una flor cobrara vida y comenzara a bailar. Mateo, sorprendido y divertido, empezó a reírse a carcajadas. "¡Mirá eso!" - exclamó.

Cada vez que tropezaba con su pesimismo, el payaso lo hacía levantarse con una ilusión renovada. Pero Mateo tenía algo que aprender. Cuando le señalaron un sendero que llevaba al bosque, Rouco le dijo: "Este es el sendero de los sueños, donde los cazadores no persiguen animales, sino esperanzas perdidas. Hay que ser valiente para seguirlo. ¿Estás listo?"

Mateo sintió un nudo en el estómago, pero algo en su interior le decía que debía intentarlo.

"¿Y si me caigo o me pierdo?" - preguntó.

"Es normal tropezar en la vida. Lo importante es levantarse y seguir adelante. Cada caída te enseña algo nuevo. ¡Ah! y recuerda, no hay camino incorrecto si sabes dar pasos con el corazón."

Con cada paso en el bosque, a medida que la luz del sol se filtraba entre los árboles, Mateo se sentía más ligero. La naturaleza vibraba con energía y comenzó a ver colores donde antes solo veía rigidez y tristeza. Se dio cuenta de que su mundo podía brillar nuevamente si él lo quería.

Después de un tiempo riendo y corriendo, todos los momentos de la vida flotaban entre risas y magia. Finalmente, Mateo y Rouco llegaron a un claro, donde había un pequeño escenario de madera.

"Este es el lugar donde todo se apodera de la alegría" - dijo Rouco.

Mateo miró a su alrededor, estaba completamente encantado. Las flores, los animales y el viento parecían aplaudir su llegada. "¿Qué hacemos aquí, Rouco?" - inquirió el niño.

"Aquí despertamos la ilusión en los corazones de los demás; les enseñamos a ver la belleza de lo que les rodea, a no dejarse llevar por lo nocivo de la rutina ni por las sombras de la rigidez. Vamos a mostrarles que siempre se puede encontrar esperanza y alegría. ¡Es un trabajo intensivo pero vale la pena!"

Con ese objetivo en mente, Mateo dio un paso adelante, listo para compartir lo que había aprendido de la vida, con la magia del payaso como su compañero. Así, el niño y el payaso comenzaron una aventura que transformaría su pueblo, enseñando a muchos a ver más allá de las dificultades.

Y así, Mateo, junto al payaso, demostró que nunca es tarde para soñar, que cada tropezón puede ser el inicio de un nuevo camino y que las ilusiones pueden devolver el brillo a un mundo grisáceo.

FIN.

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