El Patito Singo
Había una vez en una granja, tres patos que jugueteaban y nadaban felizmente en un pequeño estanque. Pero en un rincón, un patito diferente, al que todos llamaban Singo, se sentía muy solo. Mientras sus hermanos tenían plumitas amarillas y suaves, Singo era algo diferente: su pluma era gris y tenía un aspecto más grandote. A menudo lo llamaban "el patito raro".
Un día, mientras los demás patitos chapoteaban en el agua, Singo se acercó a ellos y dijo:
- ¡Hola, chicos! ¿Puedo jugar con ustedes?
Los otros patitos lo miraron con desdén.
- No, Singo. Vamos a jugar a un juego en el que solo pueden participar patos como nosotros. - dijo uno de los patitos, haciéndolo sentir aún más triste.
Singo se alejó nadando, y más allá del estanque, en un sendero cubierto de flores, encontró una tortuga que caminaba lentamente.
- Hola, tortuga. ¿Puedo quedarme aquí contigo? - preguntó Singo.
- Claro, querido. Puedes quedarte tanto como quieras. - le respondió la tortuga con una sonrisa.
Pasaron varias semanas y Singo comenzó a sentir que no encajaba en la granja. Un día decidió irse y explorar el mundo más allá del estanque. En su camino, conoció a distintos animales: un sapo que le enseñó a saltar, una ardilla que le mostró cómo trepar árboles y un grupo de peces que lo invitaron a jugar a las escondidas en el agua.
- Te ves diferente, pero eso no importa. Eres divertido y amable. - le dijo un pez.
Con el tiempo, Singo empezó a disfrutar de su propia compañía y a sentirse más seguro, aunque aún extrañaba a sus hermanos pato. Un día, mientras nadaba en un arroyo, se encontró con un grupo de aves hermosas que volaban en círculos y saltaban entre las hojas.
- ¡Miren a ese patito! - exclamó una de las aves.
- Se ve diferente, pero tiene un gran corazón. - comentó otra ave.
Singo, sintiéndose curioso y animado, se acercó a ellas.
- ¿Puedo jugar con ustedes?
Las aves le sonrieron y le respondieron:
- Por supuesto. Todos son bienvenidos aquí. - y comenzaron a enseñarle a volar, a mover las alas y a danzar entre las nubes.
A medida que pasaban los días, Singo fue practicando con las aves y descubrió que tenía una habilidad especial para volar. Un día, mientras se lanzaba desde un árbol, logró elevarse, dar volteretas en el aire y aterrizar suavemente en la tierra. Estaba tan emocionado que se echó a reír.
- ¡Miren, puedo volar! - gritó.
Las aves lo aplaudieron.
- ¡Eres increíble, Singo! - comentaron entusiasmadas.
Pero el patito no olvidaba su hogar. A pesar de su alegría, deseaba compartir su nueva habilidad con sus hermanos pato. Entonces decidió volver a la granja.
La granja estaba tranquila cuando Singo aterrizó frente al estanque. Sus hermanos lo miraron con sorpresa.
- ¡Singo! Volviste. - dijo uno de ellos.
- ¿Qué te pasó? - preguntó otro.
Singo, lleno de confianza, les respondió:
- He estado descubriendo quién soy y lo que puedo hacer. ¡Puedo volar!
Los patitos, dudosos, lo siguieron al patio. Singo tomó aire y, con un elegante movimiento, voló alto en el cielo. Los patitos lo miraron, boquiabiertos.
- ¡Guau, eso es asombroso! - exclamó uno de sus hermanos.
Desde ese momento, los patitos vieron a Singo de una manera diferente. No solo era un amigo, sino también un maravilloso ejemplo de cómo ser uno mismo.
- Singo, ¿nos enseñarás a volar? - preguntó uno de sus hermanos.
Singo sonrió y respondió:
- Por supuesto, pero primero tenemos que aprender a ser nosotros mismos. Cada uno de ustedes tiene algo especial que ofrecer.
Y así, Singo comenzó a guiar a sus hermanos en nuevas aventuras, uniendo a todos los patos en la granja. Aprendieron a valorar sus diferencias y a querer cada cual por lo que era.
Singo ya no se sentía el extraño. Ahora comprendía que ser diferente era hermoso y que todos, en su propio lugar, podían brillar. Y desde entonces, la granja fue un lugar más armónico, donde la diversidad era celebrada.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
FIN.