El Pequeño Saltarín



Había una vez, en un pequeño y acogedor pueblo rodeado de coloridos campos, un bebé que hacía las delicias de todos. Su nombre era Tomás, y con su risa contagiosa y su curiosidad infinita alegraba el corazón de quienes lo rodeaban. Pero Tomás tenía un secreto: siempre soñaba con ser un animalito del bosque. Especialmente, con ser un conejo que podía saltar y jugar entre las flores.

Un día, mientras exploraba el jardín de su casa, Tomás encontró un pequeño espejo que le había dejado su abuela. Con curiosidad, se acercó al artefacto que reflejaba su carita cubierta de risitas y babitas. Pero en el espejo, no solo se vio a sí mismo, sino que también comenzó a imaginar cómo sería ser un conejo.

"¡Oh, qué divertido sería...!", exclamó Tomás, sus ojos brillando de alegría.

En ese instante, la brisa sopló suavemente, susurrándole al oído.

"¿Quieres jugar?", le preguntó la voz del viento.

"¡Sí! ¡Quiero saltar y correr por el campo!"

Las flores comenzaron a danzar, y el cielo se tornó de un azul intenso. De repente, un pequeño hormiguero se movió cerca de él. Desde él, una hormiga muy sabia salió.

"Hola, pequeño soñador. ¿Qué anhelas, en verdad?"

"Quiero ser como un conejo. Saltar alto y sentir la brisa en mis orejitas", respondió Tomás con el entusiasmo brillando en sus ojos.

"Los conejos son rápidos y libres. Pero también tienen mucho que aprender. ¿Estás listo para esa aventura?"

Tomás, sin pensarlo, asintió enérgicamente. La hormiga le sonrió y le dio un consejo.

"El cambio empieza en tu corazón. Acepta lo que eres, y tal vez un día puedas ser lo que sueñas".

Tomás comenzó a imaginarse como un pequeño conejo: sintió sus orejitas largas, su pelaje suave y esas patitas que lo llevaban a saltar. Sin embargo, había que practicar. Entonces, comenzó su entrenamiento.

El primer día, se inventó un juego de saltos en la cama. "¡Brin, brin!", gritaba mientras saltaba de lado a lado. La almohada sonaba como un pequeño campo de flores mientras él reía.

Al día siguiente, decidió salir al jardín y hacer lo mismo, pero tratar de no fijarse tanto en lo que pensaban los demás.

"¡Mamá, mirá! Soy un conejo!", gritó. Su madre, que lo observaba desde la ventana, no pudo evitar reírse.

"¡Sos un gran saltarín, mi pequeño! Pero recordá que todo tiene su tiempo".

Tomás siguió practicando cada día. A veces tropezaba, pero se levantaba con una sonrisa cada vez más gigante. Las mariposas, sus amigos, comenzaron a seguirlo mientras se unían a sus juegos.

Pasaron los días, y un día de primavera, el pueblo organizó una fiesta en el parque. Había música, juegos y un concurso de saltos. Tomás, sin pensarlo dos veces, decidió participar.

"Este es mi momento", se dijo a sí mismo.

"¡Voy a demostrar que puedo saltar como un conejo!"

Al momento de su salto, Tomás cerró los ojos y se imaginó que realmente era un conejo. Cuando los abrió, habían ocurrido cosas maravillosas. Los espectadores lo miraban maravillados mientras él daba vueltas en el aire en un solo salto.

La multitud estalló en aplausos.

"¡Bravo, Tomás! ¡Sos un campeón de los saltos!"

Esa noche, mientras se acomodaba en su cama, miró por la ventana y vio a la luna sonriendo.

"¿Ves, pequeño? No es necesario ser un conejo para saltar. Ya tenés el coraje dentro tuyo. Y eso es lo más importante".

Tomás sonrió, entendiendo que los sueños a veces se cumplen de formas inesperadas. No tenía que ser un conejo para ser libre y juguetón. También, con un corazón lleno de alegría, cualquiera podía saltar alto, siguiendo sus sueños hacia donde su imaginación lo llevara.

Y así, Tomás siguió creciendo, siempre guiado por su amor por lo que soñaba. Un pequeño soñador que nunca dejó de saltar en su corazón. El fin.

FIN.

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