El pequeño soñador de la cancha



En una pequeña ciudad argentina, vivía un niño llamado Lucas. Lucas tenía una gran pasión: el baloncesto. Desde que era muy pequeño, soñaba con hacer mates imposibles y dribles que dejaran a sus amigos boquiabiertos. Sin embargo, había un pequeño gran desafío: Lucas no podía caminar. Pero eso no iba a detenerlo.

Un día, mientras miraba un partido de baloncesto en la televisión, Lucas se sentó en su silla de ruedas y se puso a pensar.

"¡Yo también quiero jugar! Necesito un entrenador que me ayude a lograrlo", se dijo a sí mismo con determinación.

Al día siguiente, Lucas fue a la escuela. Sabía que el equipo de baloncesto estaba buscando nuevos jugadores, así que se acercó al gimnasio. Allí vio al entrenador, un hombre fuerte y enérgico llamado Javier.

"Hola, mister entrenador. Me llamo Lucas y quiero jugar baloncesto en el equipo", dijo Lucas con una enorme sonrisa.

Javier miró a Lucas con sorpresa, y luego sonrió.

"Pero Lucas, tú no puedes caminar... ¿cómo vas a jugar?"

"¡Puedo usar mi silla de ruedas! He visto a otras personas jugar baloncesto en sillas de ruedas, y quiero aprender. Solo necesito que me entrenes."

Javier, conmovido por la valentía de Lucas, decidió darle una oportunidad.

"Está bien, empecemos con lo básico. Pero necesitaré que te esfuerces."

Y así comenzó la aventura de Lucas. No fue fácil al principio. Las primeras veces que intentó lanzar el balón a la canasta, no le iba nada bien. A menudo se frustraba, pero cada vez que se sentía desanimado, recordaba su sueño de jugar en el equipo.

"¡Sigue intentándolo, Lucas!", le animaba Javier. "Cada lanzamiento o cada drible es un paso más cerca de tu objetivo."

Lucas se incorporó a los entrenamientos con su silla. Aprendió a pasar el balón de una manera muy especial, usando su fuerza en los brazos. Con el tiempo, se volvió muy hábil. Al principio, los otros chicos del equipo no estaban muy seguros de cómo jugar con él. Muchos pensaban que sería difícil, pero Lucas les enseñó a todos una valiosa lección.

"¡Vengan! Juguemos juntos, porque todos en el equipo somos importantes, independientemente de cómo juguemos", les decía Lucas.

A medida que los entrenamientos avanzaban, comenzaron a formarse amistades. Sus compañeros aprendieron a respetar la valentía de Lucas y lo aceptaron como uno de ellos. En cada práctica, se podía escuchar a Lucas motivar a sus amigos.

"¡Vamos a dar lo mejor! ¡A romperla en el próximo partido!"

Un día, se anunció que habría una competencia intercolegial. Lucas estaba emocionado, pero al mismo tiempo un poco nervioso.

"¿Y si no jugamos bien?", le preguntó su amigo Tomás.

"Lo importante es que hayamos llegado hasta aquí. Ya hemos logrado mucho juntos, así que disfruten. Jugar es lo que más importa", respondió Lucas, con su contagiosa energía.

El día del juego llegó, y el gimnasio estaba desbordante de energía. Cuando llegó el turno de Lucas de entrar a la cancha, sintió mariposas en el estómago. Se acomodó en su silla y empezó a moverse hacia la cancha. La multitud aplaudió al verlo, y eso le dio aún más fuerza.

Durante el partido, Lucas hizo algunas jugadas increíbles. Pasaron el balón entre ellos, y con una gran determinación, logró encestar.

"¡Sí! ¡Lo logré!", gritó Lucas, mientras sus compañeros lo levantaban en un abrazo.

Aunque su equipo no ganó el partido, Lucas había conseguido algo mucho más importante: demostró que los sueños pueden hacerse realidad si uno trabaja duro y se redobla el empeño. Desde ese día, el equipo no solo fue un grupo de jugadores de baloncesto, sino una familia unida.

"Chicos, gracias por creer en mí y por demostrar que no hay límites", dijo Lucas al final del partido.

Y así, Lucas no solo se volvió un jugador importante para el equipo, sino un faro de inspiración para todos.

Lucas enseñó a todos que con esfuerzo y perseverancia, no hay límites. Y mientras el baloncesto seguía siendo su pasión, supo que lo más valioso era la amistad y el apoyo que recibía de sus compañeros.

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FIN.

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