El pequeño Toby y el valor de la amistad



Había una vez un pequeño perrito llamado Toby, que vivía en un vecindario tranquilo. Toby era un peludito de color marrón claro con orejas caídas y ojos brillantes que derrochaban dulzura. Sin embargo, Toby no era como los demás perros del barrio; no quería obedecer a nadie. La razón de su comportamiento era sencilla: había tenido un trato muy malo con sus anteriores dueños.

Un día, mientras Toby paseaba por el parque, se encontró con otros perros que jugaban alegremente. Al verlos, sintió un pequeño anhelo en su corazón; quería unirse a ellos, pero no sabía cómo.

- ¡Vamos, Toby! - dijo un perrito llamado Max, que era un Golden Retriever juguetón. - ¡Ven a jugar!

- No sé... - respondió Toby, dudando. - No quiero que me griten o me peguen otra vez.

Max, al ver la tristeza de Toby, decidió acercarse.

- No todos los dueños son malos, Toby. - le aseguró el Golden. - Mi dueña siempre me trata con cariño y respeto. Puedes confiar en nosotros.

Pero Toby seguía dudando. Había sido maltratado por tanto tiempo que no podía creer que otros perros podrían estar disfrutando de una vida distinta.

Un día, mientras estaba echado bajo un árbol, Toby escuchó el sonido de una pelota rodando hacia él. Era la pelota de Max, que había salido disparada durante una partida.

- ¡Toby! - gritó Max. - Ayúdame a traerla, por favor.

- No sé si quiero - dijo Toby, recordando su experiencia pasada. Sin embargo, al ver la preocupación en el rostro de Max, sintió un impulso en su corazón.

Toby decidió levantarse. Con un pequeño salto, corrió tras la pelota. Cuando llegó, la tomó con su hocico y, en lugar de dejarla caer, se giró hacia Max con una sonrisa.

- ¡Mirá, la tengo! - exclamó Toby.

Max saltó de alegría.

- ¡Bravo, Toby! ¡Sos un gran perro!

Toby sintió por primera vez que estaba haciendo algo bueno, que su esfuerzo valía la pena. A partir de ese día, siguió jugando con Max y otros perros del parque. Poco a poco, se fue sintiendo más a gusto. Pero todavía había un temor en su corazón.

Un día, mientras estaban jugando, llegó un niño pequeño que comenzó a acercarse. Toby se asustó y se quedó quieto, recordando ocasiones pasadas.

- ¡No, no, no! - gritó Toby, moviéndose para alejarse.

- ¡Es solo un niño! - le explicó Max. - No te hará daño, Toby.

El niño se acercó con cuidado y le ofreció su mano.

- Hola, perrito. Te prometo que no voy a hacerte nada malo. Solo quiero ser tu amigo.

Toby estaba paralizado. Pero Max le dio un suave toquecito con su pata.

- Dale, Toby, confiá. Si no lo intentás, nunca sabrás lo divertido que es tener amigos.

Toby miró al niño. Había algo en su voz que le transmitía calidez. Con un pequeño paso adelante, se acercó y olfateó la mano del niño.

- ¡Bien hecho, amigo! - chilló Max emocionado.

Entonces, el niño empezó a acariciar a Toby con suaves movimientos.

- ¡Mirá, le encantó! - dijo el niño con una gran sonrisa.

Toby, sintió una sensación de alegría que no había experimentado antes. Empujado por la emoción, empezó a jugar con el niño, moviendo su cola.

- ¡Mirá cómo corre! - gritaba Max.

A partir de ese día, Toby no solo se convirtió en parte del grupo de amigos perrunos, sino que también empezó a confiar en las personas nuevamente. Su vida cambió para siempre, y entendió que no todos los humanos eran malos.

Con la ayuda de sus amigos, Toby aprendió a ser feliz y a disfrutar su vida al máximo, dejando atrás el miedo y dándose la oportunidad de amar y ser amado.

Y así, un perrito que había sido herido, encontró su lugar en el mundo, lleno de risas, juegos y una fidelidad inquebrantable. Toby demostró que, a veces, el amor y la amistad son el mejor remedio para sanar.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

FIN.

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