El perro hambriento y su reflejo



Había una vez un perro muy hambriento que deambulaba por las calles en busca de algo para comer. Su barriga gruñía de hambre y sus patitas cansadas no paraban de caminar. Un día, mientras pasaba frente a una carnicería, el carnicero, compadecido por el pobre animal, le arrojó un hueso para que pudiera calmar su hambre. El perro, con los ojos brillantes de emoción, agarró el hueso con su hocico y salió corriendo hacia un lugar tranquilo para saborearlo.

Con el hueso en su boca, el perro se encontró con un pequeño río. Sabía que debía cruzarlo para encontrar un lugar seguro donde disfrutar su deliciosa presa. Decidido, el perro saltó de piedra en piedra hasta llegar al otro lado del río, pero al mirar hacia abajo, vio su reflejo en el agua.

El perro se sorprendió al ver que su reflejo llevaba un hueso mucho más grande y suculento que el que él tenía en su boca. Sin dudarlo, soltó su propio hueso y se lanzó al agua para agarrar el otro. Para su asombro, al abrir la boca para tomar el hueso del reflejo, este se desvaneció en ondas en el agua y se dio cuenta de que había perdido su deliciosa comida.

Desesperado, el perro ladró y lloró, pero el hueso ya se había hundido en el fondo del río. De pronto, escuchó la voz sabia y tranquila de un viejo búho que habitaba los árboles cercanos. “Pequeño amigo, la felicidad no se encuentra en lo que otros tienen, sino en lo que uno posee y valora. El verdadero tesoro no está en las apariencias, sino en la gratitud y en el amor por lo que tenemos.” El perro, con los ojos llenos de lágrimas, asintió con la cabeza y decidió seguir su camino con ánimo renovado.

Desde ese día, el perro aprendió a valorar cada regalo que la vida le ofrecía, grande o pequeño. Ya no se dejaba engañar por ilusiones vanas, porque sabía que la verdadera riqueza estaba en su corazón y en su capacidad para apreciar cada momento y cada experiencia. Y así, siempre caminaba con la cabeza en alto y el corazón rebosante de amor y gratitud.

FIN.

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