El Proyecto de Tierra Prometida
Era el año 1985 y en mi escuela secundaria, el Colegio Libertad de Buenos Aires, todos hablábamos de un nuevo proyecto que había llegado a nuestras manos. Se llamaba "Tierra Prometida" y prometía ayudar a nuestros vecinos en el campo a construir un futuro mejor. Todos los alumnos nos emocionábamos con la idea de ayudar a otros y aprender al mismo tiempo.
Un día, nuestra profesora de historia, la señora Marta, entró al aula con una sonrisa:
"¡Chicos, tenemos una actividad muy especial! Vamos a participar en el proyecto Tierra Prometida. Haremos una campaña de recolección de materiales escolares para los niños de una escuela rural que se encuentra a kilómetros de aquí.¿Qué les parece?"
"¡Genial, señora!", gritó Tomás, uno de mis mejores amigos. Siempre fue el más entusiasta de la clase.
Pero no todos estaban tan emocionados.
"¿Para qué ayudar a otros si nosotros también necesitamos cosas nuevas?", dijo Belén, una compañera más pesimista.
La señora Marta nos miró con paciencia y explicó:
"Es importante recordar que vivir en la ciudad no significa que todo sea fácil. Muchas familias en el campo luchan para salir adelante. Si nosotros tenemos la posibilidad de ayudar, eso es lo correcto. Además, también aprenderemos el valor de la solidaridad."
A partir de ese día, cada uno de nosotros tuvo un papel. Yo me encargué de hacer los carteles para invitar a otros a participar. La idea era que cada alumno trajera útiles escolares, cuadernos, lápices, ¡lo que pudieran!
Con el tiempo, nos encontramos en una reunión para planear cómo haríamos la recolección. Todos nos prendimos y comenzaron a surgir ideas.
"Podemos hacer una feria de comida, así también recaudamos un poco de dinero", sugirió Juanito, un chico que siempre tenía una buena idea.
"Y si cada uno de nosotros habla en casa sobre el proyecto, podemos conseguir más donaciones", agregó Ana, la más organizada.
"Yo puedo ser el encargado de la música y hacer que todos se diviertan", dijo Tomás, entusiasmado.
El día de la feria fue increíble. Cantamos, bailamos y vendimos empanadas, pastelitos y rifas. Al finalizar el día, logramos reunir una gran cantidad de materiales y el dinero suficiente para enviar a la escuela rural.
El siguiente paso era viajar hasta allí. Nos conectamos con la dirección del colegio rural y planificamos el viaje. Todos estaban tan emocionados que no podían parar de hablar sobre el impacto que podría tener nuestro gesto. Cuando llegó el día del viaje, el autobús se llenó de risas y nervios.
Después de un largo viaje, llegamos a la escuela rural. Los niños nos esperaban con sonrisas y abrazos. Había algo mágico en el aire, una mezcla de felicidad y curiosidad.
"¿Ustedes son los de la ciudad?", preguntó una niña con un moño fucsia en el pelo, mientras miraba con emoción nuestras donaciones.
"Sí, venimos a compartir con ustedes y a conocer su escuela", respondí.
La experiencia fue inolvidable. Nos mostraron su forma de aprender, su aula llena de colores y risas. Un día se había convertido en una enseñanza de vida. Vi cómo cada niño valoraba cada único lápiz, cada hoja de cuaderno como un tesoro.
"Gracias, chicos, por ayudarnos", decía una de las maestras con lágrimas en los ojos.
"Esto es solo el inicio. ¡Juntos podemos construir!", respondió la señora Marta.
Cuando regresamos a Buenos Aires, nunca volvimos a mirar a la educación de la misma manera. Lo que habíamos aprendido en aquel viaje cambió nuestra perspectiva. El mundo es un lugar amplio, pero cuando hay solidaridad, se convierte en un lugar donde todos podemos crecer.
Desde ese día, cada uno de nosotros nos comprometimos a seguir ayudando. La educación no es solo recibir, sino también dar. Y esa, definitivamente, es una lección que nunca olvidaremos.
FIN.