El Pueblo de las Montañas Agradecidas



En un rincón escondido de los Andes, había un pueblo llamado Agradecidos. Este pueblo era extraordinario, ya que sus habitantes valoraban cada pequeño detalle de la vida. Aunque no tenía lujos, sus corazones estaban llenos de felicidad y alegría.

Cada mañana, los niños despertaban al sonido de los pájaros y el viento que pasaba entre los árboles. La pequeña Lila, con su cabello rizado y ojos brillantes, solía decirle a su amigo Diego:

"Mirá, Diego, hoy las flores están más bonitas que nunca. ¡Qué suerte tenemos de vivir aquí!"

"Sí, Lila. Nunca me canso de ver toda esta belleza. ¿Por qué será que somos tan felices?"

"Porque agradecemos todo, creo yo. Hasta el sol que nos calienta."

Los adultos del pueblo también destacaban la importancia de la gratitud. Don Ramón, el sabio anciano, siempre predicaba:

"Chicos, recordar que la felicidad no está en lo que no tenemos, sino en lo que valoramos cada día."

Sin embargo, un día, un forastero llegó al pueblo. Tenía una apariencia misteriosa y parecía estar buscando algo. Los niños, intrigados, lo rodearon.

"Hola, extraño. ¿Quién sos?" preguntó Lila.

"Soy Tomás, un buscador de tesoros. Vine a encontrar oro y joyas en estas montañas."

Los niños intercambiaron miradas asombradas.

"Pero... ¿no te parece que ya tenemos un tesoro aquí?" intervino Diego.

"¿De qué hablas?" preguntó Tomás, confundido.

"Nosotros tenemos sonrisas, amigos y buenas cosechas. Eso es el verdadero tesoro, ¿no?"

Tomás se quedó en silencio, reflexionando.

"Tal vez tenés razón, pero la vida de un buscador es difícil. No recompensan la felicidad, solo el oro."

Días pasaron, y el forastero se unió a la vida del pueblo. Comenzó a aprender sobre la agricultura, la crianza de animales y, sobre todo, sobre la gratitud.

"Hoy hice un gran descubrimiento", dijo un día, mirando un hermoso amanecer. "Descubrí que en este lugar, la felicidad es más valiosa que cualquier joya."

A medida que el tiempo pasaba, Tomás ya no pensaba más en el oro. En su lugar, compartía sonrisas y risas con los niños, y ayudaba a los ancianos a cargar sus cestas. Sin embargo, un día, una intensa tormenta se desató, dañando muchas cosechas. Todos se sintieron tristes, y la preocupación comenzó a invadir el pueblo.

"¿Qué vamos a hacer ahora?" se preguntó Lila con preocupación.

"Creo que debemos unirnos, ayudar a quienes más lo necesiten y contar con nuestras habilidades. Pero también, recordar que aún tenemos cosas que agradecer," sugirió Diego.

Tomás, influenciado por el espíritu del pueblo, propuso una idea:

"¡Hagamos un gran encuentro! Cada uno puede traer lo que tenga, y juntos podremos reconstruir lo que se perdió."

Así, el pueblo se unió. Hicieron festivales de agradecimiento, donde compartieron sus recursos y apoyaron a quienes quedaron en la dificultad. El pueblo se volvió más fuerte, y la felicidad se reinstauró.

"Ustedes me enseñaron el verdadero valor de la vida. No es el oro que busqué, sino el amor y la gratitud que hay en este pueblo," confesó Tomás mientras todos reían y bailaban.

Pasó el tiempo, y aunque las peores cosechas habían sido un desafío, el pueblo de Agradecidos se mantuvo unido. Nadie se olvidó de lo aprendido, y cada año celebraban una gran fiesta en honor a la gratitud.

"Hoy brindamos por nuestra unión y nuestro amor por la vida," decía Don Ramón mientras levantaba una copa.

Y así, en el pueblo oculto entre las montañas, la felicidad volvió a florecer, porque aprendieron que el verdadero tesoro está en el agradecimiento, en la comunidad y en los corazones agradecidos.

Los niños nunca olvidaron la lección que aprendieron con Tomás: que el oro y las joyas no llenan, pero sí el amor y la gratitud. Así fue como el pueblo de Agradecidos creció en felicidad y en unión, y su historia se transmitió de generación en generación, como un recordatorio de que la felicidad está siempre al alcance de aquellos que saben valorar lo que tienen.

FIN.

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